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CAPÍTULO 1

EL ORIGEN DEL PLANETA AZUL

 

Hace unos 15.000 millones de años ocurrió una gran explosión llamada el Big Bang y de ella surgió lo que conocemos como universo; con el transcurrir del tiempo, la materia producida por esta explosión se fue concentrando hasta formar grandes cúmulos de estrellas —las galaxias—. 10.400 millones de años después del Big Bang, en un modesto rincón de una galaxia en formación —la Vía Láctea—, gases y polvo estelar llegados de muy lejos y animados por un movimiento de rotación, empezaron a conformar los primeros rasgos de nuestro planeta; una masa informe con la apariencia de una espiral compacta que fue adquiriendo, lenta y gradualmente, una consistencia densa y caliente, hasta formar un esferoide incandescente en el centro, con una costra envolvente que hacía las veces de corteza.

En el transcurso de milenios, este esferoide fue haciéndose cada vez más grande gracias a que, por su fuerza gravitacional, tenía la posibilidad de atrapar una mayor cantidad de partículas de polvo estelar y de fragmentos de estrellas, cometas, meteoritos y otros materiales. A medida que su masa y su fuerza de atracción crecían, se consolidaban su forma y su condición de planeta; su núcleo se hacía más caliente como resultado de las colisiones de los átomos y las moléculas que lo componían y, debido a su constante desintegración, acumulaba cada vez un mayor número de cuerpos radiactivos. Este proceso generó la fusión que permitió el surgimiento de un núcleo fluido, en continuo movimiento, envuelto en una costra fría que impedía la pérdida de su calor interno y lo transformaba en un sistema generador de su propia energía.

FORMACIÓN DEL PLANETA

Cuando la corteza empezó a enfriarse, hace 3.800 millones de años, se inició de manera lenta la formación de un océano —muy diferente en sus características del actual—, que surgió, curiosa y contradictoriamente, de las entrañas incandescentes del antiquísimo orbe terrestre, al liberar éste grandes cantidades de fluido magmático, acompañado de gases y agua en forma de vapor. Fue el comienzo del surtimiento interminable de nubes densas y oscuras, llenas de gases cargados de metano, que al condensarse caían a los suelos calientes de la corteza terrestre, para volver a convertirse en vapor, subir a la oscura atmósfera y sostenerse sobre una fisonomía terrestre muy similar a la actual superficie lunar.

La corteza planetaria continuaba solidificándose; se arrugaba, engrosaba y plegaba en formas caprichosas, dependiendo del magma expulsado desde el interior de la Tierra, el cual se deslizaba, se amontonaba y se resquebrajaba, dando así origen no sólo a las primeras cadenas montañosas, sino también a un intrincado juego de relieves y concavidades.

Hace unos 1.000 millones de años, cuando la Tierra era aún desértica y estéril, las lluvias ácidas se hicieron más intensas, en la medida en que una mayor cantidad de vapor era despedida hacia la atmósfera. Este proceso se hizo cada vez más recurrente, al caer las lluvias sobre suelos con temperaturas superiores a los 500 °C, y la corteza empezó a enfriarse de manera paulatina, hasta que el agua de lluvia pudo ser almacenada en las fosas y grietas o en las cunetas que se habían formado durante el escurrimiento del magma líquido.

La atmósfera primigenia estaba cargada con gases: criptón, xenón, helio y argón, que poco a poco dieron paso a elementos más volátiles como el nitrógeno, el bióxido de carbono y el vapor de agua no acidificado, los cuales pasaron a ocupar la inmensidad del espacio atmosférico. Se formó entonces una capa gaseosa constante que además sirvió como barrera protectora contra las altas temperaturas generadas por la radiación solar y por los efectos de los rayos ultravioleta. Con el paso del tiempo, el globo terráqueo cambió su apariencia de terruño seco y estéril, por la de un planeta que desde la distancia espacial mostraba un color azul intenso y en el que contrastaba la gama de terracotas del continente con los tapetes grises de las nubes de una atmósfera en formación.

Atmósfera y agua oceánica pueden considerarse dos elementos fundamentales del equilibrio actual de la superficie del planeta, surgidos y concebidos en un mismo momento geológico; dos procesos estrechamente vinculados y decisivos para la aparición posterior de la vida. Más allá de su forma actual y su composición mayoritariamente líquida, nuestro planeta azul ha sufrido innumerables cambios y transformaciones que aún siguen su curso en la escala geológica.

Así, la Tierra quedó compuesta por una serie de capas concéntricas superpuestas desde el centro hasta la superficie: núcleo, manto y corteza. El núcleo interior está conformado, a través de sus 3.480km de radio, por elementos muy densos como hierro, azufre y níquel en diferentes estados de solidificación. El manto que lo recubre tiene una mezcla de elementos como silicio, magnesio, aluminio y calcio. Sobre esta capa de 2.855 km de espesor descansa la delgada capa superficial del manto, llamada astenósfera, que permite la transición a la corteza terrestre —litosfera— y a las capas atmosféricas, de tipo gaseoso.

La corteza, que es la piel del planeta, cuenta con un espesor aproximado de 35 km y posee una función de suma importancia: es el lugar donde se desarrolla la vida. Está compuesta por la corteza oceánica, que tiene en promedio 5 km de profundidad y está formada por rocas basálticas de alta densidad y por la corteza continental, cuyo espesor promedio es de 30 km y está conformada principalmente por rocas graníticas.

Nuestro planeta es un esferoide ligeramente aplanado en los polos, como consecuencia de los abultamientos ecuatoriales causados por la velocidad de rotación de la tierra sobre su propio eje —un punto en el ecuador gira aproximadamente a 1.676 kph—; el diámetro polar —12.714 km— es 42 km más pequeño que el ecuatorial.

CREACIÓN DEL OCÉANO

El líquido llamado «agua joven», surgido de las profundidades de la Tierra en forma de vapor y que dio origen a los océanos, sigue siendo un milagro y brota de continuo desde las incandescentes entrañas del planeta, posibilitando la existencia de miles de millones de organismos vivos. Esta «agua joven» inició el ciclo del agua como hoy lo conocemos: a medida que el planeta y su atmósfera se enfriaban, el vapor de agua se condensaba formando nubes tormentosas cargadas de estática y de energía eléctrica, que iluminaban con sus rayos recurrentes la superficie del planeta; el sol aún no podía penetrar estas oscuras y primitivas nubes que cubrían casi la totalidad de la superficie. Los depósitos empezaron a rebosarse y el agua a discurrir por la superficie terrestre, arrastrando a su paso, compuestos, sales y minerales hacia las partes más bajas.

Es posible que en un principio la concentración de estas sales en el océano al que llegaban fuera mínima, pero iba creciendo en la medida en que los afluentes que daban origen a las primeras quebradas y ríos, lavaban y erosionaban la corteza sólida de la superficie terrestre; las sustancias disueltas en el agua también se incrementaron debido a que las erupciones volcánicas se hicieron más frecuentes, porque el peso del agua acumulada sobre la costra terrestre empujaba el magma hacia abajo y esta presión era liberada a través de las chimeneas de los volcanes. Los materiales arrojados, poco a poco fueron formando las superficies más sólidas de los continentes.

Del «agua joven», de las lluvias torrenciales que duraron siglos, de las aguas termales saturadas de minerales y de un muy complejo mosaico de elementos químicos arrastrados por las corrientes, fue formándose el océano y se fue colmando toda la superficie arrugada y polvorienta de la Tierra.

Debido a las variaciones del clima y la temperatura, causadas principalmente por el acomodamiento de la órbita terrestre, los niveles del agua cambiaron muchas veces en el transcurso de los siglos. El gran océano planetario, infinitamente extenso tanto en su contenido líquido como en su composición química, fue cambiando sus características hasta lograr su condición actual.

PANTHALASA: EL OCÉANO DEL PASADO PRIMIGENIO

Tuvieron que pasar más de 2.000 millones de años, después de las primeras lluvias ácidas, para que el planeta Tierra estuviera cubierto principalmente por agua. Hace 600 millones de años un océano único llamado Panthalasa cubría casi la totalidad del orbe; apenas emergían unos cuantos conos volcánicos que hacían su labor de vertimiento de materiales pétreos incandescentes, los cuales formaron un archipiélago de microcontinentes, que llegaron a ser en conjunto más de cuarenta. Estos se fueron ampliando y compactando hasta conformar el macrocontinente de Pangea.

300 millones de años después, Pangea inició su fracturación en busca del equilibrio de las masas continentales del planeta. Cuando sus dos primeras mitades se separaron, es decir, Laurasia y Gondwana, se creó también el primer mar continental llamado Tethys, donde surgieron condiciones similares a las que tiene actualmente la composición del agua del mar.

Del interior de la tierra y de la corteza oceánica se desprendieron sustancias volátiles en forma de amonio —como los compuestos a base de carbono y los de amonio—, que fueron bajando de concentración, hasta lograr casi la misma de los minerales metálicos y salinos que actualmente tiene el océano: 35 gramos de sales por litro —35 partes por mil—; así mismo se hicieron presentes compuestos como cloruro de magnesio, sulfato de magnesio y sulfato de calcio. Poco a poco el agua de mar dejó de recibir la influencia ácida de la atmósfera y se volvió más neutra primero y más alcalina después. Actualmente el mar contiene otros elementos como cobre, uranio, plomo, oro y estaño, en cantidades considerablemente importantes.

En este océano mundial se inicia la vida, ese fenómeno mágico y sorprendente que pese a nuestro desarrollo tecnológico no hemos podido comprender totalmente. Lo poco que se sabe es que fue un proceso complejo y fortuito iniciado hace 3.500 millones de años, cuando organismos extremadamente simples iniciaron su advenimiento al «Planeta Océano».

EL SURGIMIENTO DE LA VIDA

La vida es un desafío no sólo para quien la tiene, sino para quien la interpreta y pretende entender su origen, su esencia, su progreso permanente. El hombre ha abordado el tema del origen de la vida a través del concepto de la evolución de las especies o bien, mediante el esfuerzo de comprensión del soplo divino. Desde la teoría del uniformismo basada en el cambio del curso normal de los acontecimientos, pasando por la del sistema estático interrumpido por agentes naturales, hasta la interpretación literal de la creación divina, la aproximación al hecho mismo de la vida ha sido uno de los temas más importantes en la filosofía, la antropología, la física y las religiones.

El misterio de la vida sobre el planeta aún no se ha podido resolver, pero podemos estar seguros de que fue un verdadero milagro, que se dio gracias a la conjugación de múltiples procesos químicos y físicos y a las características y ubicación del planeta dentro del sistema solar.

La distancia entre el Sol y la Tierra condiciona hoy como ayer su clima; tanto, que una mínima variación de nuestra órbita cambiaría totalmente las posibilidades de vida sobre el planeta. Las dimensiones de nuestro globo terráqueo también juegan un papel preponderante: si éste fuera un poco menor, cambiaría la fuerza de gravedad y es casi seguro que no tendríamos atmósfera, puesto que el vapor de agua terminaría por escaparse libremente hacía el espacio exterior. Por el contrario, una fuerza de gravedad mayor comprometería seriamente nuestras posibilidades de existencia, pues no podrían formarse los volcanes y con ellos terminaría todo el ciclo que hoy nos permite ser un lugar excepcional en medio del cosmos.

Salida de la transmutación de componentes químicos inertes, de fluidos tocados por la radiación solar y de un medio oscuro y acuoso saturado de ácido, la vida se abrió paso después de siglos y siglos de eventos fallidos, hasta volver autónomos a estos elementos que, hasta hace 3.500 millones de años, no eran más que compuestos sin ningún tipo de foco vital.

El origen de la vida tiene sus raíces más profundas en un hecho sobrecogedor, resultado de la interacción de proteínas, ácidos y azúcares, que lograron su transmutación de materia inerte, en orgánica, a través de descargas eléctricas y de rayos ultravioleta, que permitieron a microscópicos compuestos, cambiar su condición, 12.000 millones de años después de la gran explosión —el Big Bang—.

La vida surgió entre las aguas de Panthalasa cuando, posiblemente, compuestos químicos que existían en el océano, se volatilizaron y fueron transportados a la alta atmósfera, donde se activaron por las descargas eléctricas, en aquel momento muy frecuentes. Estos compuestos, surgidos de las entrañas de la tierra, corroídos por las rocas y por la acidez de los fondos marinos, al alcanzar la atmósfera se precipitaban en forma de lluvia sobre los océanos, produciendo reacciones químicas que dieron lugar a otros compuestos diferentes, los cuales eran llevados nuevamente a la atmósfera en forma de vapor para ser activados por las descargas eléctricas antes de caer al agua. Este fenómeno se repitió miles de veces hasta provocar la aparición de compuestos orgánicos complejos y, finalmente, los primeros seres unicelulares vivientes, hace 3.500 millones de años.

El surgimiento de la vida genera el desarrollo y el cambio permanente de cada espécimen en su búsqueda de estrategias de supervivencia y adaptación, hasta producir diferentes especies. Cambios diarios a través de los siglos, para modificar estructuras, formas y comportamientos con un solo fin: subsistir y garantizar su descendencia. Todo este desarrollo se circunscribió en el principio de los tiempos al agua; al mar.

No existe una definición sencilla para la vida y para su origen en el contexto oceánico, por lo que la línea divisoria entre lo viviente y lo no viviente no es clara; sólo existen propiedades que tomadas en conjunto distinguen a los seres animados de los objetos inanimados. Sobresale la organización, una forma particular de asociación de átomos en moléculas y de moléculas en estructuras que pueden transmitir información genética para garantizar su propio crecimiento y desarrollo. Seres que a partir de una sola célula viva pueden fecundar y convertirse en una ballena, un árbol o un embrión humano.

Seres vivos que responden a estímulos y en la mayoría de los casos interpretan los mensajes del medio circundante. Los organismos vivos son hemostáticos, es decir, que se mantienen invariables y que a pesar de poder intercambiar materiales con el mundo externo, conservan un ambiente interno relativamente estable, muy distinto a su entorno circundante.

Los organismos vivientes circunscribieron su existencia durante más de 2.500 millones de años al mar y muchos de los principios activos de cualquier especie actual sugieren un pasado relacionado con este medio acuoso y embrionario; durante las primeras semanas de gestación de un embrión, sus elementos básicos son muy similares en un pez, una ballena, un caballo, un renacuajo o, incluso, en un feto humano; en este caso, las branquias y los apéndices tipo aletas se convertirán en los miembros locomotores; la estructura formal del cuerpo humano es semejante a la de un alevino y el medio acuoso y nutricional de la placenta recuerda el caldo de cultivo marino del cual surgieron todas las especies.

Los seres vivos se han venido reproduciendo autónomamente —sexual o asexualmente— generación tras generación, con una fidelidad asombrosa a sus ancestros y sin embargo, permitiendo la variación genética suficiente para dar lugar a la evolución.

La vida comenzó con especímenes parecidos al virus y a las bacterias, durante el Proterozoico, hace 3.500 millones de años. A partir de ellos y de las nuevas recomposiciones de compuestos químicos devueltos por la atmósfera al mar, surgieron las primeras algas, esponjas y gusanos de los cuales tenemos evidencia fósil.

Fue entonces, cuando los primeros vegetales fotosintetizadores dieron inicio, además, a otro momento cumbre: el nacimiento de un planeta dependiente del oxígeno, con atmósfera y océano azules, donde tres ambientes totalmente diferenciados —océano, atmósfera y continentes terrestres— permitieron, cada cual en su condición, una vida orgánica espectacular y diversa.

El surgimiento de la vida en el medio marino lo cambió todo sobre la Tierra, que pasó a ser un planeta orgánico, determinado por la biosfera —la delgada capa que sirve de hábitat a todos los organismos y que comprende la superficie terrestre, el espacio acuático del océano, 100 m por debajo del suelo y el espacio atmosférico que no supera los 8 a 10 km de altura—, donde se dan miles de interrelaciones entre organismos y especies, entre ellas y su medio, y entre éste y los fenómenos físicos determinados por el globo. Todo para asegurar el funcionamiento perfecto de este planeta, como el más grande de los organismos vivientes del universo.

 
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