El
territorio emergido de Colombia, cuya extensión
es de 1’141.748km2 de área continental,
está localizado en la esquina noroccidental de
Suramérica, entre las latitudes 4º 13’
30” Sur y 12º 27’ 47” Norte y aunque
se encuentra entre las franjas ecuatorial y tropical,
la mayor parte del país pertenece al hemisferio
norte; además, posee unos 55 km2 de
territorios insulares oceánicos en el mar Caribe.
En Colombia hay seis regiones naturales: la Amazonia,
la región del Pacífico, la Orinoquia, el
Caribe, la Andina y la Insular Oceánica; en la
mayoría de éstas —Orinoquia, Caribe,
Insular Oceánica y partes medias y bajas de los
dos grandes valles interandinos—, se presenta el
zonobioma tropical alternohígrico o tropical con
lluvias de verano y una marcada estacionalidad hídrica.
La cordillera andina y otros macizos montañosos
permiten la existencia de variados pisos térmicos
que, a pesar de ser alterados por el régimen de
lluvias, las temperaturas y los vientos en muchas áreas,
los requisitos climáticos y de suelo para el desarrollo
de los bosques secos tropicales están dados en
una considerable extensión; sin embargo, la formación
vegetal de bosque seco tropical, sensu stricto,
está ausente en la Orinoquia, donde predominan
las sabanas de herbáceas y formaciones boscosas
aisladas llamadas bosques de galería o matas de
monte; éstas, aunque pueden contener elementos
florísticos de los bosques secos, son de reducidas
dimensiones y no se comportan como tales, pues la pérdida
de follaje de la vegetación no ocurre de manera
sincrónica.
DISTRIBUCIÓN HISTÓRICA
Y ACTUAL
Durante las glaciaciones del Pleistoceno,
especialmente en la última, conocida como de Würm
o Winsconsin, que finalizó hace 10.000 años,
no sólo ocurrió un descenso de los casquetes
glaciales, sino también una disminución
generalizada de la pluviosidad. Esto determinó
la expansión de la vegetación de ambientes
secos, especialmente de los desérticos y semidesérticos.
De este modo, grandes extensiones del país se convirtieron
transitoriamente en zonas secas con vegetación
predominantemente xerofítica,
como las islas del archipiélago de San Andrés,
Providencia y Santa Catalina —entonces más
numerosas y extensas que en la actualidad debido al considerable
descenso del nivel del mar—, la planicie costera
del Caribe, el valle medio y alto del río Magdalena,
la Orinoquia, parte de la Amazonia e incluso la región
de Urabá y el norte del Chocó, donde a pesar
de ser en la actualidad una de las regiones más
lluviosas del globo, hay evidencias de que existió
un corredor árido que se extendió a lo largo
de las costas del Pacífico, desde Panamá
hasta el norte de Ecuador. Todas las tierras bajas en
la periferia de esas áreas desprovistas de vegetación
arbórea significativa, debieron de estar cubiertas
por bosques secos, al igual que las áreas vecinas
a los pocos parches de selvas húmedas que se conservaron.
Es evidente que los pronunciados cambios climáticos
del Pleistoceno
causaron grandes variaciones en la cobertura vegetal y
provocaron la reducción y fragmentación
de las selvas húmedas y muy húmedas. Al
producirse un aislamiento geográfico, sus remanentes
se convirtieron en los únicos refugios para las
plantas y animales de hábitos silvícolas,
lo cual estimuló la creación de nuevas especies
y al reestablecerse las condiciones climáticas,
es decir, al aumentar la pluviosidad y la temperatura,
se expandieron nuevamente y se reconectaron entre sí;
de este modo las nuevas especies tuvieron oportunidad
de entremezclarse y de ampliar su distribución
geográfica. De igual manera, muchas de las áreas
desérticas y semidesérticas se redujeron
y fueron sustituidas por bosques, muchos de ellos secos,
que adquirieron entonces elementos florísticos
y faunísticos adicionales, tanto de los bosques
húmedos que se expandían, como de las zonas
xerofíticas
que paulatinamente iban desplazando.
Los primeros pobladores humanos que arribaron al actual
territorio de Colombia hace unos 15.000 años, a
finales del Pleistoceno,
cuando las temperaturas y la pluviosidad aumentaron gradualmente,
fueron testigos del encogimiento paulatino de las zonas
desérticas y de la expansión de los bosques;
en los milenios siguientes, estos nómadas se adaptaron
a vivir en una amplia gama de ecosistemas tropicales,
desde selvas húmedas y cálidas hasta sabanas
y páramos. La abundancia de recursos y la baja
densidad de población, hizo que ésta dependiera
de áreas relativamente pequeñas para subsistir,
por lo que la transformación de los ecosistemas
debió de ser poco significativa, a lo sumo de un
10%.
Así, los bosques del actual territorio colombiano
se mantuvieron en estado prácticamente virgen hasta
los tiempos tardíos de la colonia española
e incluso hasta hace poco más de un siglo, cuando
la población se incrementó y la intervención
humana sobre las coberturas vegetales boscosas, para adecuar
terrenos para la ganadería y la agricultura, empezó
a ser significativa.
En Colombia se ha ido perdiendo vertiginosamente la cobertura
de los bosques secos tropicales; si se asume que en tiempos
coloniales ésta era cercana a la que naturalmente
debería existir y mantenerse, su extensión
total debió de ser de unos 80.000 km2,
o sea algo más del 7,3% del territorio nacional.
Para la segunda década del siglo XX, su distribución
a lo largo de gran parte de la planicie y serranías
bajas del Caribe, de las partes medias de los valles de
los ríos Cauca y Magdalena, de las islas de San
Andrés y Providencia y de algunos enclaves secos
de los valles transversales de las cordilleras Oriental
y Occidental, había disminuido entre el 8 y el
10%, o sea que unos 8.000 km2 habían
sido sustituidos por pastizales, campos agrícolas
y asentamientos humanos. La introducción al país
de la raza bovina cebú, a finales del siglo XIX
y comienzos del XX, que se concentró en los climas
cálidos estacionales de sabana y en las zonas de
bosque seco tropical de la región Caribe y de los
valles interandinos, fue la principal causa de dicha transformación.
Para la década de 1950, más de la mitad
de la extensión original, unos 45.000 km2,
habían desaparecido debido a la expansión
ganadera, a la instalación de extensos cañaduzales
en el valle alto y medio del río Cauca, a la construcción
de vías, a la colonización de terrenos baldíos
y a su apropiación legal mediante las llamadas
«mejoras». Esa tendencia ha continuado hasta
el presente, de manera que en 2006 quedan unos 1.200 km2,
cifra que corresponde apenas al 1,5% de la extensión
original. En otras palabras, el 98,5% de los bosques secos
tropicales ha desaparecido; sus remanentes, dispersos
en pequeños parches desconectados entre sí,
se localizan en la zona costera y serranías bajas
de la región Caribe, en los valles interandinos
y en las islas de San Andrés y Providencia.
BOSQUES SECOS
DEL VALLE DEL MAGDALENA
Del más de millón y medio de hectáreas
de bosques caducifolios
entremezclados con sabanas naturales que existían
a lo largo de una franja adyacente al río Magdalena,
sobre llanuras de desborde y sectores de terrazas disectadas
de pendientes cortas y fuertes, quedan menos de 5.000,
dispersas en unos 35 parches de extensión variable,
entre 50 y 200 has, que se concentran en la parte norte
del departamento del Tolima en los municipios de Armero,
Mariquita y Melgar. Otros fragmentos mucho más
pequeños, riparios y aislados, que no sobrepasan
una hectárea, y por lo tanto no ameritan mayor
tratamiento, se hallan en terrenos muy inclinados y a
lo largo de cañadas de fincas ganaderas de los
departamentos de Cundinamarca, Caldas, Tolima y Huila.
Debido al reducido tamaño, aislamiento y grado
de intervención humana, la composición florística
de estos parches es muy variable; la mayoría de
sus elementos arbóreos tiene un patrón de
distribución aleatorio y son especies propias de
estadios sucesionales pioneros y secundarios tardíos.
Los bosques secos tal vez más extensos de esta
región se encuentran en Melgar, en predios de la
base militar de Tolemaida y del complejo recreativo Piscilago,
el cual hace parte de actividades educativas y de conservación.
Uno de los fragmentos mejor estudiados es el que subsiste
en Armero y Guayabal, en predios de la Universidad del
Tolima, que tiene una extensión cercana a las 100
has y se encuentra sobre un terreno irregular de colinas
disectadas, con altitudes entre 430 y 520 msnm; allí,
entre las 52 especies de plantas clasificadas, los árboles
del estrato emergente alcanzan 25 m de altura y varios
de ellos son característicos de bosques maduros,
como el diomate, el fruteloro y el negrillo, endémico
de la región. Dignos de mención son también
los bosques aledaños a la población de Mariquita,
donde subsiste una población del mono tití
cabeciblanco, especie seriamente amenazada de extinción
en Colombia, que está conformada por unos 70 individuos.
Entre los años 1783 y 1791, Mariquita fue la sede
principal de la Real Expedición Botánica
al Nuevo Reino de Granada, liderada por el insigne botánico
José Celestino Mutis; en los bosques secos aledaños
a esta ciudad fueron descubiertas muchas especies de plantas,
algunas de las cuales se ilustraron con lujo de detalles
y se almacenaron en herbarios científicos.
Debido a lo reducido de los parches que quedan, la fauna
de tamaños mediano y grande es escasa, aunque todavía
es posible observar, en los mejor conservados, algunos
osos hormigueros, venados, ardillas y armadillos y más
esporádicamente, tigrillos y zorros.
BOSQUES SECOS
DEL VALLE DEL RÍO
CAUCA
La escasa docena de parches de bosque seco tropical que
aún existe en el valle medio del río Cauca,
probablemente no alcanza más de 1.900 has. En esta
región subhúmeda a seca, que se extiende
a lo largo de una estrecha franja paralela al cauce del
río, desde los límites de los departamentos
del Cauca y Valle del Cauca, en el sur, hasta el departamento
de Antioquia, en el norte, debieron de existir aproximadamente
63.000 has, por lo que los remanentes corresponden tan
sólo al 3%. Entre 1957 y 1986 el área ocupada
por los bosques secos se redujo en un 66% debido principalmente
a la expansión de los ingenios azucareros.
Altitudinalmente —850 a 1.000 msnm—, estos
bosques secos se encuentran muy cerca de la transición
hacia los bosques submontanos. La pluviosidad, que oscila
entre 1.500 y 1.800 mm, está repartida en dos épocas,
de abril a mayo y de octubre a noviembre, en las que cae
el 70% de la lluvia total anual; la sequía en estos
bosques no parece ser tan severa como en otras regiones,
pues el período en que la vegetación pierde
el follaje no suele prolongarse por más de unas
pocas semanas. En los parches mejor conservados, como
en el de Las Pilas, cerca de la ciudad de Cartago, la
vegetación arbórea alcanza un dosel de 30
m, con algunos elementos prominentes de caracolí,
burilico, manteco, higuerón, yarumo y ceiba. Una
particularidad especial de estos bosques es que frecuentemente
aparecen entremezclados con guaduales.
BOSQUES SECOS
DE LA REGIÓN CARIBE
La parte continental de la región Caribe colombiana
corresponde a la porción suroccidental del llamado
cinturón árido pericaribeño, que
se extiende hacia el oriente a lo largo de las costas
de Venezuela e incluye las islas de Sotavento, desde Aruba
hasta Margarita. Aunque aislados y en parte fuertemente
intervenidos, los bosques secos tropicales de esta zona
son los más extensos y mejor desarrollados de Colombia
y se localizan principalmente en la franja costera, sobre
serranías elevadas de la planicie, en el piedemonte
del flanco norte de la Sierra Nevada de Santa Marta y
el sur de La Guajira. Se trata de formaciones boscosas
secundarias que suman unas 133.500 has, pero una porción
considerable de ellas, alrededor de 70.000, presentan
alto grado de transformación; son remanentes de
los bosques que antiguamente se alternaban con sabanas
naturales y humedales y ocupaban un área cercana
a los tres millones de hectáreas.
En esta región se encuentra la mayor variabilidad
en los tipos de cobertura vegetal, debido a las condiciones
climáticas y del suelo, particulares en distintas
áreas; es decir, son formaciones vegetales azonales.
En partes de la costa, especialmente en los departamentos
de Atlántico y Bolívar se desarrollan bosques
con rasgos de zonas más secas, puesto que poseen
elementos florísticos con características
xerofíticas,
como cactáceas
y arbustos espinosos y los árboles dominantes presentan
tallas menores que en otros lugares y permanecen sin hojas
más de la mitad del año. Una de las causas
de este fenómeno es la marcada influencia de los
vientos alisios que soplan con fuerza desde el noreste
entre diciembre y abril y que, a pesar de que portan cierta
cantidad de humedad, su intensidad y constancia les confieren
un alto poder de desecación, elevan la transpiración
de la vegetación y hacen que ésta crezca
en forma achaparrada.
En la parte sur de la región el contraste en la
apariencia del bosque seco y la selva húmeda se
hace evidente; el límite entre ambas formaciones
se vuelve complejo a causa de la variabilidad de los suelos
generada por la presencia de ciénagas y zonas inundables
en las llanuras del bajo Magdalena. Por otro lado, algunas
serranías, con altitudes de hasta 500 m, modifican
en cierto modo los regímenes de precipitación
y temperatura a nivel local y, como consecuencia, el bosque
adopta un aspecto que se asemeja al de las selvas húmedas
y la vegetación permanece menos tiempo sin follaje
durante la época seca. Además, serranías
como los Montes de María, San Jacinto y Piojó,
tienen suelos formados por rocas calizas que favorecen
el desarrollo de plantas calcofílicas, por lo que
presentan algunas especies endémicas, en tanto
que están ausentes otras especies que son comunes
en la mayoría de los bosques secos en Colombia.
Una especie de níspero silvestre, que es común
en los bosques secos de la península de Yucatán,
México, cuyos suelos son de origen coralino, es
generalmente rara en el norte de Suramérica, excepto
en suelos calcáreos como los de estas serranías.
Las áreas de bosque seco de mayor extensión
y mejor conservadas de la región se localizan en
la zona costera adyacente a la ciudad de Santa Marta,
en el Parque Nacional Natural Tayrona, con 7.300 has aproximadamente
y en el parque–reserva Mamancana, con 600; en el
municipio de Zambrano, departamento de Bolívar,
hay cerca de 99.000 has y en las zonas altas de los Montes
de María, aproximadamente 3.000. Otras áreas
dignas de mención, aunque de menor tamaño,
son el Santuario de Fauna y Flora los Colorados, con 1.000
has; la isla de Tierra Bomba, aledaña a la ciudad
de Cartagena, con 570; los bosques de Arroyo Grande, con
700; la Reserva Forestal Protectora de Caño Alonso,
con 450; el Eco–parque Los Besotes, muy cerca de
Valledupar, con aproximadamente 400 y varios predios privados
con vocación conservacionista.
En el Parque Nacional Natural Tayrona, las estribaciones
noroccidentales de la Sierra Nevada de Santa Marta se
precipitan abruptamente sobre el mar Caribe y forman una
costa de acantilados rocosos, bahías y ensenadas
rematadas por playas, manglares y arrecifes de coral.
Allí el paisaje marino se alterna de manera espectacular
con las pronunciadas laderas montañosas pobladas
por densos bosques caducifolios
que cambian constantemente; durante la época de
lluvias la vegetación exhibe todo su verdor y en
la temporada seca los árboles se desnudan para
ofrecer un panorama mustio y únicamente los manglares
del litoral, los cactus columnares y uno que otro trupillo
permanecen verdes; sin embargo, la formación de
nieblas en las laderas de los cerros centrales, como en
el denominado «No Se Ve», permite que la vegetación
de ese sector permanezca con follaje durante más
tiempo que en el resto del área. La topografía
del terreno y las diferencias en los suelos se reflejan
en la estructura de la vegetación: en los valles
que se abren hacia las bahías, por donde corren
pequeños arroyos estacionales y el suelo tiene
mayor capacidad de retención de agua, el dosel
del bosque se eleva hasta 25 m y los árboles adquieren
mayor envergadura que en las colinas aledañas y
en las laderas pedregosas.
Los estratos superiores de estos bosques están
dominados por indio desnudo, bonga o ceiba, mamón
de leche, guayacán, bija o palo santo, naranjuelo
y jobo. El estrato arbóreo inferior está
conformado por varias leguminosas como el ébano,
el dividivi y el trupillo, además de aceitunos,
quebrachos y tréboles y varios bejucos y trepadoras
leñosas. La fauna de vertebrados es muy variada,
pero quizás las aves son el grupo mejor representado,
con unas 250 especies, entre las que se destacan el paujil,
motivo de varios diseños en la orfebrería
de los Tayrona, la pava, las perdices jabadas, los pericos
y la guacharaca. Entre los reptiles son frecuentes las
serpientes bejuquillo, coral, falsa coral, boa y la temida
mapaná; además de varias especies de lagartos
que incluyen gekkos o cuquecas, se encuentran el lobo
pollero y la iguana. Entre los mamíferos se destacan
unas 70 especies de murciélagos, dos de venado
enano —con una subespecie endémica: Mazama
gouazoubira sanctamartae— dos de zaíno
y cuatro de monos, incluyendo el mico de noche y el tití;
también hay dos especies de felinos, una subespecie
de ardilla endémica, Sciurus granatensis bondae,
puercoespín, armadillo y oso hormiguero. De gran
importancia para la biodiversidad de los bosques de esta
área es su proximidad a las selvas húmedas
tropicales, submontanas y montanas del piedemonte y las
laderas de la Sierra Nevada de Santa Marta, así
como a la zona subxerófítica de Santa Marta,
puesto que muchas especies, especialmente de aves, realizan
migraciones entre estos ecosistemas.
Entre los 200 y los 560 msnm, en la parte suroccidental
de la Serranía de San Jacinto en jurisdicción
de los municipios de Toluviejo, Colosó y Chalán,
departamento de Sucre, se localiza la Reserva Forestal
Protectora Serranía de Coraza y Montes de María.
Las zonas bajas han sido en gran parte transformadas en
pastizales e intensamente intervenidas para la extracción
de maderas y leña, pero en las partes altas aún
existen remanentes de bosque seco que albergan especies
estructurales de una comunidad de clímax, como
el jobo, el carreto, la ceiba de leche, el guayacán
y el camajón; se destaca una especie de boj, recientemente
descubierta en Colombia. En cuanto a la fauna, aún
se observan varias especies de primates, como la marimonda,
el maizero o machín, el aullador o mono colorao
y el tití cabeciblanco; también se encuentran
guatinajas, perezosos, puercoespines, zorros, venados
y diversas aves poco comunes en otras áreas de
bosques secos, como las guacamayas.
En el otro extremo de la Serranía de San Jacinto,
en su flanco nororiental, en inmediaciones de la población
de San Juan Nepomuceno, departamento de Bolívar,
se localiza el Santuario de Fauna y Flora Los Colorados.
Se trata de un cerro de pendientes moderadas a fuertes,
que van desde los 230 hasta los 420 msnm y que está
cubierto por densos bosques en buen estado de conservación,
con doseles de 20 a 25 m y árboles emergentes de
hasta 35 m. Entre los de mayor envergadura se destacan
el indio desnudo, el tamarindo de mico, la ceiba de leche,
el jobo, el guácimo y el palo brasil. La fauna
característica del Santuario la constituyen los
primates, especialmente el aullador o mono colorao, a
cuya abundancia se debe el nombre del cerro; también
están presentes el tití, el mico prieto
o marimonda, el maizero o machín y el mono de noche.
A unos 30 km al sur de Barranquilla, por la carretera
que conduce a la población de Galerazamba y a Cartagena,
el paisaje costero de colinas bajas que forma la cuenca
de la quebrada estacional Arroyo Grande, mantiene una
cobertura boscosa arbustiva que exhibe características
xerofíticas
debido a los fuertes y constantes vientos que soplan desde
el mar. En las partes menos expuestas de las hondonadas
se desarrolla una formación boscosa con algunos
árboles emergentes, entre los cuales se destaca
el pico de loro o sietecueros que invade de amarillo el
paisaje con su floración explosiva, que ocurre
poco antes de iniciarse la temporada de lluvias. Cerca
de allí, en las partes más altas de la serranía
de Piojó, también existen algunos remanentes
de bosque seco relativamente bien conservados.
En la isla de Tierrabomba y parcialmente en la península
de Barú y en las islas del Rosario, departamento
de Bolívar, se desarrollan bosques secos con marcada
influencia del viento marino; su vegetación achaparrada
y con rasgos subxerofíticos está dominada
por quebrachos, trupillos y algunos árboles prominentes
de indio desnudo, majagua y ceiba de leche.
En la llanura del Caribe, cuya topografía es más
bien plana, la ganadería extensiva y la agricultura
tecnificada han transformado la mayoría de las
antiguas áreas de bosques secos en pastizales o
en campos de palma africana y sorgo. Sin embargo, algunos
propietarios de fincas y empresas dedicadas al procesamiento
de productos forestales han optado por conservar en sus
predios porciones representativas de la cobertura vegetal
natural, incluyendo parches de bosque seco. La mayor extensión
—cerca de 99.000 has— se encuentra en terrenos
de una empresa maderera, en el municipio de Zambrano,
departamento de Bolívar. En dichos bosques, que
corresponden a vegetación secundaria en distintos
estados de sucesión y colindan con plantaciones
forestales comerciales, se han contabilizado 50 especies
de árboles y arbustos con predominio de quebracho,
vara de piedra y huevos de burro, planta endémica
de la región norte de Colombia y Venezuela; también
se han observado 38 especies de hormigas, 86 de aves,
así como venados, zainos, guatinajas, zorros y
diversas serpientes y lagartos. Otros predios de la región
que mantienen pequeñas extensiones de bosque seco
son la finca La Ceiba —300 has— en el municipio
de Santa Catalina, departamento de Bolívar; la
finca Betancí–Guacamayas —60 has—
en el municipio de Buenavista, departamento de Córdoba
y el Eco–parque Los Besotes —400 has—,
en el departamento de Cesar, adyacente a la ciudad de
Valledupar. Estos dos últimos figuran dentro de
la Red de Áreas de Interés para la Conservación
de las Aves —apoyada por varias organizaciones nacionales
e internacionales—, por ser lugares donde habitan
especies amenazadas de extinción, como el paujil.
En el extremo sur de la planicie Caribe, la única
área digna de mención es la Reserva Forestal
Protectora de Caño Alonso, localizada en el municipio
de Pelaya, departamento del Cesar, que cubre un área
aproximada de 460 has de terreno predominantemente plano,
a una altitud promedio de 50 msnm. Pese a que sus bosques
están bastante intervenidos por el aprovechamiento
de maderas de valor comercial, principalmente de ceiba
tolúa y cedro, en los remanentes de bosque se encuentran
todavía algunos cedros y otras especies de gran
porte como caimito, caracolí, guácimo, jobo
y ceiba de leche, entre otras. Aunque la fauna también
ha sido explotada, todavía se observan paujiles,
pavas, guacamayas, venados, perezosos, monos, ardillas
y guatinajas.
Los bosques secos de la parte sur del departamento de
La Guajira son relativamente extensos y poco densos y
están fuertemente intervenidos por el pastoreo
de ganado caprino y vacuno y la extracción de leña.
Los parches relictuales en mejor estado se encuentran
en los Montes de Oca y en el sector de El Cerrejón
y cubren una extensión total de poco más
de 20.000 has que constituyen una franja de transición
entre los arbustales espinosos y la vegetación
xerofítica
semidesértica hacia los bosques húmedos
de los piedemontes de la Sierra de Perijá y la
Sierra Nevada de Santa Marta. Predominan árboles
y arbustos de leguminosas, como el ébano, el dividivi
y el trupillo y son frecuentes el indio desnudo, el jobo
y el guayacán de bola.
BOSQUES SECOS
DEL ARCHIPIÉLAGO DE SAN
ANDRÉS, PROVIDENCIA
Y SANTA CATALINA
El Archipiélago de San Andrés, Providencia
y Santa Catalina, localizado en el Caribe suroccidental,
fuera de la plataforma continental de Nicaragua, consta
de una serie de islas, atolones y bajos de origen volcánico,
orientados en sentido noreste-suroeste, cuyas cimas fueron
colonizadas por corales y otros organismos arrecifales;
sus únicas porciones emergidas son las islas de
San Andrés, Providencia y Santa Catalina, además
de varios cayos e islotes arenosos.
La posición del archipiélago le ha conferido
características biogeográficas particulares
que han permitido el establecimiento de plantas originarias,
tanto de Centroamérica, como de las Antillas. Sus
suelos de origen coralino y volcánico, la influencia
permanente de los vientos alisios y la ocurrencia esporádica
de perturbaciones meteorológicas, como el paso
de tormentas tropicales y huracanes, se reflejan en la
estructura y aspecto general de la vegetación boscosa.
San Andrés, con 25 km2 y 60.000 habitantes,
es una de las islas más densamente pobladas del
Caribe. De sus formaciones vegetales originales es poco
lo que queda, pues han sido sustituidas por plantaciones
de coco, yuca, plátano y frutales. No obstante,
en algunas zonas de sus colinas más altas, todavía
se pueden apreciar algunos individuos aislados de ceiba,
indio desnudo, guácimo, jobo y cedro.
En contraste, la isla de Providencia, con 17,2 km2,
y su vecina Santa Catalina, con 1 km2, separadas
entre sí por un estrecho de 200 m de ancho y escasa
profundidad, cuentan con menos de 5.000 habitantes y por
su origen volcánico más reciente son montañosas
y se elevan hasta 360 msnm. Desde el Pick, la cima más
alta, se divisa en todo su esplendor el mosaico de verdes
de la vegetación y los tonos aguamarina de los
arrecifes coralinos que circundan la isla. La vegetación
natural, constituida por formaciones arbóreas y
arbustivas que crean parches en ambas islas, es en parte
reflejo de diferentes estados sucesionales o de madurez.
Estas islas, que han sido intervenidas desde el siglo
XVII, cuando fueron colonizadas por puritanos y corsarios
ingleses, en la actualidad presentan potreros abandonados
que han dado lugar a arbustales y formaciones secundarias,
cuya edad se refleja en la estructura de los bosques;
en los más desarrollados, que se concentran en
los valles y hondonadas al abrigo del viento, predominan
el chaparro, llamado localmente crab wood, el indio desnudo,
el olivo, las ceibas y los jobos que alcanzan alturas
de hasta 25 m; el sotobosque es poco denso y está
conformado por individuos jóvenes de los árboles
que forman el estrato superior; las lianas y los bejucos
son también escasos.
En las zonas más altas de las laderas, especialmente
en el costado de barlovento predominan bosques achaparrados
de arbustos de baja altura pero muy densos. El suelo pedregoso
y la influencia del viento parecen imponer grandes limitaciones
a su desarrollo; evidencia de ello son los árboles
de cierto tamaño, caídos o derribados por
su propio peso, por no disponer de buen anclaje al sustrato
o a consecuencia de fuertes vientos y huracanes. El arbusto
dominante en estas zonas es una acacia, llamada localmente
cock-spur, provista de robustas espinas en forma de espuela
de gallo en las que se alojan colonias de hormigas conocidas
por su agresividad y lo doloroso de su picadura; entremezclados
con las acacias aparecen los chaparros y otros matorrales,
además de esporádicos indios desnudos, majaguas
y ceibas de porte reducido; en las partes más altas
se observan algunas palmas, una de ellas —Coccothrinax
jamaicensis— endémica de estas islas
caribeñas, grandes helechos de hojas coriáceas
y varias herbáceas.
OTRAS ÁREAS
Los profundos valles transversales de la región
andina, especialmente los de los las cordilleras Oriental
y Occidental, generalmente se desarrollan en sentido oriente-occidente
y crean condiciones climáticas locales muy particulares
con respecto a la humedad del aire y a la pluviosidad,
que son conocidas como «sombra de lluvia».
Estos valles se constituyen en enclaves secos donde prospera
una vegetación propia de zonas subhúmedas
y en ocasiones de xerofíticas;
en las áreas más bajas se encuentran parches
de bosque seco, en su mayoría riparios y en avanzado
estado de degradación.
Las áreas dignas de mención son: la parte
baja del río Patía, departamento del Cauca,
donde hay once fragmentos de bosque que cubren una extensión
total de 32 has; el cañón de río
Dagua, departamento del Valle del Cauca, donde la vegetación
seca, desarrollada sobre terrenos de fuerte pendiente,
contrasta notoriamente con los bosques húmedos
de las zonas vecinas; el valle del río Sogamoso,
departamento de Santander, donde los bosques están
bastante degradados por el pastoreo de ganado caprino
y el valle del río Pamplonita, al sur de Cúcuta,
departamento de Norte de Santander.
Debido al aislamiento geográfico, estos enclaves
de bosque seco alojan algunos elementos florísticos
y faunísticos endémicos, como la cactácea
Frailea colombiana del cañón del río
Dagua y el colibrí Amazilia castaneiventris
del valle del río Sogamoso y el cañón
del Chicamocha.
LA IMPORTANCIA
DEL BOSQUE SECO
TROPICAL
Los bosques secos constituyen ecosistemas complejos que
aportan una amplia gama de beneficios económicos,
sociales y ambientales que pueden agruparse en tres grandes
categorías: productivas, regulativas e informativas.
Las funciones productivas, además de ser el hábitat
de numerosas especies, tanto vegetales como animales,
suministran al hombre alimento, maderas, materiales de
construcción, combustibles, leña, fibras,
plantas ornamentales y toda una serie de compuestos químicos
secundarios como resinas, alcaloides, aceites esenciales,
látex y fármacos; algunas regiones son importantes
para las actividades socioculturales y religiosas y otras
pueden constituirse en destinos turísticos y de
recreación.
Las regulativas comprenden, entre otras, la captación
y almacenamiento de dióxido de carbono para la
amortiguación del cambio climático global,
la protección de los suelos contra la erosión
y el desecamiento, la absorción, almacenamiento
y liberación de agua lluvia y freática,
el reciclamiento de nutrientes, la regulación del
clima, el amortiguamiento de la intensidad del viento
y del ruido, la regeneración de productos como
madera, frutas y hojarasca y la absorción y transformación
de energía térmica y lumínica.
Las funciones relacionadas con la información se
refieren a que portan los genes de las especies que allí
viven, lo cual incluye sus complejas interacciones de
simbiosis y los procesos ecológicos resultantes.
Las funciones productivas son las más fáciles
de apreciar, puesto que permiten una utilización
directa, como es el caso de los productos madereros; otros
beneficios que los bosques proporcionan son intangibles,
no son fácilmente percibidos por las comunidades
locales y por lo tanto representan beneficios indirectos
o intrínsecos.
Los usos directos son muy diversos y varían regionalmente
de acuerdo con las tradiciones culturales de la población
y las de tenencia de las tierras. Uno de los más
generalizados es la extracción de maderas, puesto
que los bosques secos son el hábitat de muchas
especies que producen maderas finas de gran demanda para
la elaboración de muebles, mampostería y
artesanías, como las ceibas, los robles, los cedros,
los guayacanes y el ébano, pero también
para la construcción de viviendas, como el caracolí
y el carreto. Las tasas de explotación han sido
superiores a las de rebrote de nuevos árboles,
por lo cual dichas especies son muy escasas en algunas
áreas y la actividad extractiva es insostenible.
El bosque seco tropical es la fuente original de algunos
alimentos, especialmente de frutos como el níspero,
el caimito, el mamoncillo y el jobo, pero también
de ciertas variedades de pimienta y ají. Las cepas
silvestres de estas plantas aún se conservan en
los remanentes de bosque; algunas han sido «domesticadas»
como ornamentales en parques y avenidas, como los robles
y guayacanes, o para la instalación de cercas vivas,
como el matarratón. Varias plantas nativas han
despertado recientemente gran interés como alternativa
en la alimentación de animales rumiantes, puesto
que pueden aportar los nutrientes que comúnmente
son escasos en cantidad y calidad en las dietas constituidas
sólo por pastos; se trata de frutos, semillas —principalmente
de leguminosas como el trupillo— y hojarasca, que
equivale al heno natural.
Otros productos tradicionales obtenidos del bosque seco
incluyen las totumas, resinas, fibras y plantas medicinales.
La ceiba, por ejemplo, produce una fibra sedosa resistente
al agua, empleada como relleno de aislantes, tapizados,
salvavidas y almohadas; de la corteza de la majagua obtenían
los aborígenes tayronas de la región de
Santa Marta la fibra para elaborar las redes y líneas
de pesca, tradición que heredaron y practicaron
los pescadores de Taganga, aldea vecina a dicha ciudad,
hasta hace unas pocas décadas; la madera de bija
o palo santo se utiliza para saumerios, como repelente
de insectos y su resina para curar heridas y extraer de
la piel aguijones y espinas enconadas.
Una cuarta parte de las medicinas disponibles en la actualidad
proviene de las plantas y el 70% de éstas han sido
identificadas por el National Cancer Institute, como útiles
en tratamientos contra el cáncer y como antitumorales.
Plantas propias del bosque seco tropical, algunas de ellas
usadas tradicionalmente como infusiones y emplastos, han
dado origen a fármacos comerciales para el tratamiento
de la hipertensión, la artritis y afecciones cardíacas;
sin embargo, un porcentaje mínimo de sus especies
ha sido estudiado para su posible uso medicinal.
En cuanto a los valores intrínsecos, la biodiversidad
de los bosques, que constituye un bien per se, es uno
de los mayores patrimonios de que disponen las naciones
tropicales. Las especies que se encuentran en estos hábitats
representan un recurso genético enorme que puede
ser la base de futuros productos farmacéuticos
y forestales no maderables; por otro lado, los bosques
tropicales brindan protección a las cuencas hidrográficas
pues dan estabilidad al terreno en las laderas, disminuyen
la posibilidad de avalanchas en la época de lluvias
y moderan la tasa de escorrentía, reduciendo así
los caudales durante las crecidas y aumentándolos
durante las épocas secas.
El papel de los bosque en la regulación del clima
se manifiesta no sólo a escala global —al
capturar dióxido de carbono, contrarresta el calentamiento
global— sino también local; las masas boscosas
absorben el calor del sol en mayor proporción que
los campos sin cobertura y reducen la temperatura ambiental;
además actúan como barreras rompeviento
que moderan el impacto que pueden causar las tormentas
y vendavales.
El uso más extendido y evidente que se ha dado
a los bosques secos tropicales, no sólo en Colombia
sino en todo el mundo, es el de transformarlos en otro
sistema. Debido a que los climas secos han sido preferidos
por los humanos de las regiones tropicales y los suelos
de la zona de vida correspondiente al bosque seco son
por lo general de mejor calidad que los de las selvas
húmedas, los asentamientos humanos y sus actividades
productivas se han concentrado en dicha zona.
El agotamiento de recursos forestales no es exclusivamente
un fenómeno de los tiempos modernos; un caso histórico
es el de las islas de San Andrés y Providencia,
que hasta el arribo de los europeos estaban deshabitadas
y eran visitadas sólo esporádicamente por
pescadores y cazadores de tortugas que habitaban las costas
de Centroamérica. Posteriormente corsarios, puritanos
ingleses y contrabandistas holandeses encontraron en ellas,
además de una estación de paso y un refugio
transitorio durante sus travesías por el Caribe,
tierras de cultivo y maderas para la reparación
y construcción de embarcaciones; entonces el cedro
y otras maderas finas fueron entresacadas, hasta agotarlas
durante los siglos XVI y XVII.
El uso intensivo, e incluso el abuso de los recursos naturales
no fue prerrogativa de los europeos en tiempos coloniales,
ni de los criollos de la Independencia, ni de las sociedades
modernas; desde su inicio, la historia de la especie humana
en el continente americano ha estado marcada por eventos
de agotamiento de los recursos naturales, aunque también,
justo es reconocerlo, por notables experiencias de uso
sostenido y adecuado de los mismos.
Estudios arqueológicos asocian el colapso de varias
culturas prehispánicas con el agotamiento de los
recursos naturales; el de Teotihuacán, en México,
ha sido vinculado a procesos de sobrexplotación
del ambiente. Ejemplos de tal magnitud en las culturas
que poblaron el territorio de la actual Colombia se desconocen;
sin embargo, es evidente que algunas de ellas explotaron
intensamente los bosques secos en ciertas áreas,
como ocurrió con la cultura Tayrona, asentada en
la zona costera y el piedemonte de la Sierra Nevada de
Santa Marta, cuya población alcanzó densidades
considerables. En algunas de las bahías del actual
Parque Nacional Tayrona se erigieron poblados importantes
y la extracción de leña, maderas, fibras,
tinturas, frutas y animales de los bosques aledaños
debió de ser considerable. Con la llegada de los
conquistadores, los aborígenes se replegaron hacia
las montañas, lo que permitió al bosque
de la zona costera su regeneración natural hasta
lograr la comunidad de clímax que se observa actualmente
en algunas áreas del parque. Procesos similares
debieron de darse en otras áreas de la planicie
del Caribe, donde se asentaban, entre otros, los Zenúes
y los Chimilas y en los valles interandinos con los Quimbayas,
Pijaos y otros pueblos. Con los conquistadores arribaron
a América también enfermedades hasta entonces
desconocidas para los aborígenes, contra las cuales
su sistema inmunológico no estaba preparado. La
consecuencia fue un colapso demográfico generalizado,
que seguramente se vio reflejado en una recuperación
de los ecosistemas naturales.
La leña, el carbón de madera y otros combustibles
derivados de los bosques secos han sido una fuente de
energía y siguen siéndolo para muchas comunidades
rurales. Ante la enorme reducción del área
de los bosques, la presión sobre los remanentes,
incluyendo los de las zonas destinadas a la conservación,
ha alcanzado niveles críticos y ha dado origen
a conflictos entre leñadores y autoridades ambientales
y propietarios de tierras; por esta razón es de
vital importancia protegerlos y colaborar con su recuperación.