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CAPÍTULO 6
ENCUENTRO DE CULTURAS
Los
escasos conocimientos que se tienen acerca del origen
de los primeros pobladores de la Orinoquia colombiana,
proceden de los relatos míticos que los grupos
étnicos sobrevivientes han transmitido de generación
en generación.
El análisis de los sedimentos de la Sabana de Bogotá
en la cordillera Oriental y la interpretación de
la leyenda de los muiscas, según la cual Bochica
los libró de una gran inundación que cubrió
el altiplano, se pueden relacionar en cierta forma con
los cambios climáticos que ocurrieron en el pasado.
Algo similar ocurre con la leyenda llanera en la que la
princesa Pamoare y su amado Casanarí contemplan
desde la cima de una montaña la sabana convertida
en un desierto de arenas. Es sorprendente verificar la
veracidad que encierra este mito, al relacionarlo con
los sucesos que dieron origen a las llanuras eólicas
del Casanare durante los períodos secos y áridos
del Cuaternario, hace más de 10.000 años;
sin embargo, aún no se cuenta con suficiente evidencia
arqueológica para confirmar estos acontecimientos.
De acuerdo con el análisis de los registros polínicos
de los sedimentos de seis lagos —Mozambique, Chenevo,
Carimagua, el Piñal, Ángel y Sardinas—,
localizados a lo largo de la altillanura, en un trayecto
de 400 km en dirección oriente–occidente,
el geógrafo Carlos Berrío pudo establecer
la historia de la ecología y el medio ambiente
de los Llanos, de los cambios que ocurrieron en el paisaje
vegetal y en la oferta de recursos que pudieron influir
en el proceso de ocupación y en las rutas migratorias.
Desde 18.000 hasta 10.700 años antes del presente
existieron parches de bosque de galería, algunos
lagos no permanentes y una abundancia de gramíneas,
lo cual refleja estaciones secas prolongadas, con escasa
precipitación.
Desde
hace 10.700 hasta 9.700 años, se extendió
el bosque de galería debido a un clima más
húmedo.
De
los 9.700 a los 5.800 años, las sabanas se expandieron
nuevamente, lo que refleja la existencia de nuevos períodos
secos.
De
los 5.800 a los 3.800 años antes del presente,
el bosque de galería volvió a expandirse;
esto se atribuye a un aumento en la precipitación
y a una posible estación seca más corta.
Los
registros polínicos de hace 4.000 años
muestran que hubo una gran abundancia de palmas, lo
que deja ver la influencia del hombre en los ecosistemas
de las sabanas.
Es evidente que los primeros pobladores lograron sobrevivir
a estos cambios climáticos y ambientales y se cree
que tuvieron varias rutas de ingreso a la llanura y en
diferentes épocas. Posiblemente algunos grupos
entraron al Llano a través de los grandes ríos
de aguas blancas, ricos en fauna, como el Arauca, el Meta
y el Guaviare. Más tarde, en el año 500
de nuestra era, tribus arauquinoides, procedentes del
Orinoco medio venezolano poblaron las llanuras inundables
de Casanare y Arauca.
Otros grupos llegaron por las selvas de la Amazonia y
de acuerdo con autores como la antropóloga Elizabeth
Reichel, dieron origen a las culturas formativas posteriores
y a las andinas. Eran pequeñas bandas de pescadores,
cazadores y recolectores nómadas que lograron grandes
desarrollos y a partir del año 5.000 a.C., iniciaron
prácticas agrícolas de yuca y maíz,
que permitieron la subsistencia de poblaciones cada vez
mayores. Las técnicas de tala y quema y los cultivos
rotatorios fueron comunes en este período formativo.
Cerca del río Guaviare, al suroriente de la serranía
de la Macarena, se encontró un abrigo rocoso que
fue usado como vivienda hace 7.250 años por grupos
de cazadores y recolectores que explotaron los recursos
del bosque con herramientas como raspadores elaborados
en chert, cuarzo y cuarcita; el hábitat donde desarrollaron
sus actividades era selvático y, de acuerdo con
los análisis de las características lingüísticas
de la familia Arawak, hace por lo menos 5.000 años
migraron desde el medio Amazonas hacia los Andes.
Otras investigaciones arqueológicas realizadas
en terrazas, bancos y diques adyacentes al cauce actual
del río Orinoco, cerca de Puerto Ayacucho en Venezuela,
sugieren que poblaciones de cazadores–recolectores
paleoindios de la región andina del Abra, en la
Sabana de Bogotá, descendieron al llano y lo atravesaron
hace alrededor de 9.000 años; una vez establecidos
allí, iniciaron una etapa de adaptación
a las tierras bajas, que probablemente continuó
hasta que se convirtieron en agricultores, hacia el 2.000
ó 1.000 a.C.
Cuando algunos miembros de la etnia nukak, nómadas,
cazadores, pescadores y recolectores de la Amazonia, aparecieron
en Calamar, al sureste de San José del Guaviare,
desnudos y hablando en una lengua desconocida, se pensó
que eran herederos de los primeros grupos grandes y aunque
no son los mismos del pasado, sí aportan información
sobre su forma de vida y su interacción con la
selva, tan especializada que les permite una relación
de mutuo beneficio. Las actividades realizadas por los
nukak, como la recolección y caza selectiva de
algunas especies, el corte de determinados árboles
durante los traslados residenciales y el abandono de los
campamentos, crean en el paisaje parches de recursos a
partir de las semillas y frutos consumidos, que lo hacen
cada vez más productivo, sin necesidad de desarrollar
una horticultura de roza y quema.
En el piedemonte, en Yopal, Restrepo, Acacías y
Macarena, hace 1.500 a 1.600 años, se asentaron
varios grupos prehispánicos que poseían
buenos conocimientos sobre el manejo de los ecosistemas
y una estructura social y política avanzada. Entre
los restos de sus asentamientos se encontraron frutos
de la palma de chontaduro, maíz y vainas del árbol
de yopo, lo que evidencia el consumo de plantas alucinógenas
para rituales chamánicos que se acompañaban
con tabaco y coca. En algunos resguardos indígenas
del Casanare, la práctica de «enyoparse»
aún persiste entre los ancianos.
Las sabanas y los bosques de galería fueron objeto
de intervención por parte de los grupos prehispánicos,
tanto en el sistema de drenaje de la llanura de inundación,
como en el manejo del fuego en la altillanura. En la extensa
región inundable de Colombia y Venezuela, donde
el factor crítico es el exceso de agua, hubo campos
elevados o montículos artificiales para crear zonas
de cultivo. Desarrollos prehispánicos similares
se dieron en las planicies aluviales de los ríos
Sinú y San Jorge, en Sucre y en la Sabana de Bogotá,
a 2.600 m de altitud.
En los Llanos de Venezuela, los antropólogos Alberta
Zucchi y William Denevan estudiaron la estructura y funcionamiento
de estos sistemas agrícolas lacustres y los describieron
como camellones alargados organizados en pares, con un
gran canal intermedio entre los dos; dichos sistemas comienzan
en la parte más elevada del estero y terminan en
la más deprimida. La longitud de los camellones
alcanza los 1.500 a 2.000 m y su anchura varía
entre 6,7 y 25,3 m; entre los canales y la sabana hay
de 3,7 a 6,7 m y entre los pares de estructuras hay de
26,2 a 59,4 m. Mientras que los suelos de los camellones
tienen alto contenido de materia orgánica, los
de la sabana adyacente son pobres en potasio, fosfato
y materia orgánica y poseen un alto contenido de
sodio que puede ser tóxico para las plantas. Es
posible que, como en las chinampas mexicanas, los espejos
de agua sirvieran para cría de peces, moluscos
y otros animales acuáticos.
Se tiene evidencia de la existencia de camellones cerca
al río Manacacías, en los bajos del caño
Cumaral, cuya superficie aproximada es de 100 ha, que
fueron utilizados para el cultivo de maíz y variedades
de yuca. Estos sistemas son una clara muestra del avanzado
nivel del conocimiento indígena acerca del funcionamiento
de los ecosistemas. Los montículos o camellones
de cultivo buscaban manejar las inundaciones y aprovechar
la humedad remanente en época de sequía.
Con base en el funcionamiento de estos ecosistemas, el
Himat desarrolló en la región de Orocué–Meta
un sistema que ha producido buenos rendimientos y que
consiste en la construcción de diques y embalses
experimentales en un área de 1.400 ha, a fin de
mantener alta producción de pastos para el ganadero
en la época de sequía.
LA DIVERSIDAD
DE GRUPOS ÉTNICOS
A la llegada de los conquistadores europeos, los Llanos
estaban habitados por varios grupos étnicos que
aprovecharon al máximo sus ecosistemas. Las vegas
de los grandes ríos estaban ocupadas por horticultores
como los achagua en Casanare y Vichada, los jirara y tunebo
en la parte occidental de Arauca, los otomaco, sáliba
y yaruro en el bajo Apure, Arauca y el medio Orinoco y
los guayupe y sae en los Llanos del Ariari. En las sabanas
y selvas de galería de los cursos de aguas menores,
los sikuani y chiricoa, nómadas que obtenían
el sustento de la cacería, la recolección
de vegetales y en buena medida del intercambio con los
grupos ribereños y en los raudales e islas del
Orinoco vivían pescadores especializados, como
los adole.
En poco tiempo este complejo mapa cultural cambió
debido a la conquista, la esclavitud y años más
tarde a la violencia partidista iniciada en los años
cuarenta. El cambio en los patrones de subsistencia, el
dominio ideológico y el contagio de enfermedades,
diezmaron la población indígena y muchos
grupos desaparecieron y aunque algunas tribus han hecho
ajustes para mantener su población, prácticamente
ninguna habita los lugares de sus ancestros.
Las investigaciones sobre los grupos étnicos de
la Orinoquia colombiana, han identificado cuatro grandes
familias lingüísticas a las que pertenecen
diferentes grupos étnicos: guahíbo —grupo
étnico sikuani—, arawak —achagua, piapoco,
curripaco—, sáliba —sáliba,
piaroa— y chibcha —tunebo—; en el ámbito
de la selva amazónica de transición, hay
una quinta familia, la puinave o makú–puinave
—puinave, nukak—. En 1993, con base en datos
del Incora, se estimó una población indígena
de 5.720 familias con 29.660 individuos, localizados en
resguardos y reservas cuya superficie es de 3’177.228
ha; la mayor densidad poblacional se localiza en las sabanas
de Meta, Vichada y Arauca.
DIVERSIDAD DE USO
DE LOS ECOSISTEMAS
En la Orinoquia colombiana convergen factores ambientales,
históricos y culturales, que dan origen a diversas
formas de uso de los ecosistemas. Se pueden encontrar
desde sistemas elementales de pastoreo y trashumancia
de alta montaña tropical, hasta sofisticados procesos
industriales de cultivos masivos, de grandes plantaciones
forestales o de modernas piscinas para la acuacultura.
La alta montaña paramuna de la Sierra Nevada Chita
o del Cocuy, es considerada por los indígenas u’wa
o tunebo como un espacio sagrado, que provee muchas plantas
medicinales.
En la franja de superpáramo, por encima de los
4.000 msnsm, los campesinos obtienen recursos mediante
el pastoreo trashumante de ovejas y cabras que mueven
periódicamente de un valle a otro. En los páramos
de la Orinoquia, la tierra, a partir de los 3.000 m de
altitud se utiliza para el cultivo de papa, después
del cual la parcela descansa varios años para recuperar
la fertilidad; durante este tiempo el suelo se aprovecha
para el pastoreo del ganado. En varios lugares se usa
el fuego para quemar los pajonales–frailejonales
y así obtener pastos tiernos que sostengan una
ganadería extensiva, pero dichas prácticas
degradan estos ecosistemas que funcionan como reguladores
de las fuentes de agua; las investigaciones recientes
indican que es necesario prolongar los tiempos de descanso
de la tierra, para que la actividad de los microorganismos
permita la recuperación de parte de los nutrientes
perdidos y avance la sucesión vegetal.
En la tierra fría o piso andino, entre los 2.000
y 3.000 msnm, predomina la agricultura de cereales, principalmente
de maíz y en algunos fincas se realiza rotación
de cultivos con pastoreo; continuamente se integran nuevas
tierras a los procesos de producción mediante la
práctica de la tumba, roza y quema de los bosques.
En otras regiones, principalmente de Boyacá, se
han desarrollado campos de frutales caducifolios solos
o asociados con cultivos tradicionales.
En la tierra de clima templado o piso subandino, entre
1.000 y 2.000 m de altitud, la selva subandina ha sido
fuertemente explotada para extraer maderas y cortezas
de quina; el cultivo dominante es el cafetal tradicional
de sombra y en menor escala los de plátano, frutales,
caña de azúcar y maíz; parte de los
terrenos se dedican a la ganadería. En esta franja
altitudinal, la tala de los bosques en muchos lugares
ha generado procesos de inestabilidad y erosión.
EL HATO
LLANERO
«…sobre mi caballo yo y sobre yo mi sombrero».
La música llanera, con el arpa, el cuatro, el tiple
y las maracas, cuenta las historias, leyendas y tradiciones
de la gran sabana del norte del continente suramericano,
especialmente las del Llano adentro, donde permanecen
los hatos y se mantiene una estrecha y armoniosa relación
entre la sabana natural, el hombre, el ganado y la mata
de monte.
El caballo y el ganado vacuno posiblemente fueron traídos
por las primeras expediciones de los alemanes de la Casa
Welser, desde Coro, Venezuela, entre 1536 y 1541. Las
primeras ganaderías se establecieron hacia 1540
en las misiones jesuíticas de Surimena, Casimena,
San Miguel de Macuco y Guanapalo, donde los indígenas
evangelizados aprendieron el manejo del caballo y del
ganado. Las haciendas más antiguas —Caribabare,
La Yeguera, Tocaría, Cravo— se desarrollaron
en el siglo XVI; su ganadería extensiva y la necesidad
de controlar grandes extensiones de tierra, generaron
conflictos con los indígenas y provocaron profundas
transformaciones en su cultura.
Desde el comienzo, los hatos fueron espacios territoriales
en torno a los cuales giró la organización
económica productiva, social y cultural de la sociedad
llanera; allí se asentó la autoridad real
y luego la republicana y de ellos surgieron la mayoría
de los pueblos y ciudades del Llano.
De acuerdo con los actuales sistemas de producción,
el antropólogo Roberto Franco catalogó los
diferentes tipos de fincas ganaderas de los llanos del
Casanare:
El hato ganadero tradicional tiene por lo menos 1.000
reses, fundaciones y una estructura social particular,
dominada por jerarquías relacionadas con los
trabajos del Llano.
La
finca ganadera es la que tiene menos de 1.000 reses,
pocos empleados permanentes y no tiene fundaciones.
Las
fincas de conuquero o veguero están situadas
en las orillas de los ríos y varían en
extensión desde 1.000 hasta 50 ha; por lo general
dedican gran parte del área a la cría
y levante de ganado.
La
finca o hato con agroindustria temporal de arroz es
la que alquila una parte del hato a los arroceros por
tres cosechas.
La
finca en el piedemonte para ganado de ceba es la que
se utiliza para engordarlo y generalmente está
localizada cerca a las vías principales.
El tradicional hato llanero ha cambiado aceleradamente
en el piedemonte, donde se han implementado modernas tecnologías
de producción basadas en pastos y ganados mejorados.
En esta franja también se practican nuevas formas
de cultivo de variedades seleccionadas de arroz y maíz
y las gigantescas plantaciones de palma africana, caucho
y pino caribe, lentamente invaden las sabanas y transforman
el paisaje.
EL APROVECHAMIENTO
ESTACIONAL DE RECURSOS
En los ecosistemas de baja altitud como el piedemonte
llanero, las sabanas y la selva amazónica de transición,
los inviernos y los veranos son muy marcados y determinan
los ciclos biológicos y las actividades económicas
de la región. En la estación seca, que generalmente
va de diciembre a marzo, se llevan a cabo los procesos
de roza, tumba y quema, a fin de preparar la tierra para
la siembra.
En las serranías o banquetas del Parque Nacional
Natural Serranía de La Macarena, lo primero que
hacen los colonos para preparar los terrenos, es un socolado
o corte con machete de los estratos arbustivos y herbáceos,
después talan los árboles y palmas con hacha
o motosierra y las altas temperaturas del verano realizan
un secado rápido de la vegetación cortada;
cuando se aproxima el período de lluvias realizan
la quema y luego siembran asociaciones de plátano,
banano o topocho, maíz, arroz y ahuyama, en un
sistema de cultivos diversificados que es considerado
por algunos autores como el más apropiado para
el trópico húmedo. Durante el crecimiento
de las plantas realizan desyerbes periódicos y
cosechan de acuerdo con el tipo de sembrados; algunos
cultivos tempraneros y de variedades de yuca, producen
en menos de seis meses y otros se recogen al año.
En este tipo de paisaje el proceso final conduce al establecimiento
de pastizales para ganadería, con pasto puntero
o braquiaria.
En un ciclo que está más determinado por
las fluctuaciones del nivel del río, que por la
distribución local de lluvias, en los bajos o rebalses
se produce una inundación durante ocho meses cada
año, período en el que los suelos son fertilizados
por los limos que deposita el río. El sistema de
agricultura utilizado en estas franjas está adaptado
únicamente para la temporada de verano —diciembre
a marzo— y consiste en los siguientes procesos:
se socola o corta el estrato herbáceo y arbustivo,
que generalmente es dominado por platanillo —especie
de Heliconia—; cuando hay tiempo suficiente
o la vegetación es muy densa se quema o se produce
un fuego muy superficial llamado chamuscado, para luego
sembrar, con la ayuda de un barretón de madera
dura como el guayabete, variedades de maíz de ciclo
corto y ocasionalmente topocho. Se derriban todos los
árboles de grandes diámetros, que en las
fases de vegetación secundaria o rastrojos están
dominados por el yarumo, la varasanta y la ceiba rosada;
se realizan desyerbes periódicos y finalmente se
cosecha antes de la inundación.
PRODUCTIVIDAD NATURAL
EN EL VERANO
En el verano todos los lugares son accesibles para la
mariscada —cacería— y la pesca. A causa
de la reducción del tamaño y profundidad
de las lagunas, los peces se concentran y al finalizar
el verano, las que no se han secado presentan niveles
críticos de oxígeno y bajo nitrógeno,
en cuyas condiciones sólo unos pocos peces logran
sobrevivir. Una larga historia evolutiva ha permitido
la especialización de algunas especies en estos
medios fluctuantes y las ha dotado de estructuras vascularizadas
que se localizan en el intestino medio, el estómago,
la vejiga natatoria o el epitelio bucal, lo cual les permite
tomar el oxígeno del aire; la guabina o perra loca
es capaz de cambiar de una charca a otra dando saltos
y los temblones, peces de respiración facultativa
frecuentes en las charcas y caños de poca profundidad,
son famosos por emitir potentes descargas de alto voltaje,
que utilizan como mecanismo para atrapar sus presas.
Al avanzar la temporada seca, muchos árboles fructifican
en las selvas y bosques de galería; los maracos
dejan caer sus enormes frutos pestilentes de 20 cm de
diámetro, lo que atrae numerosos roedores como
lapas y guatines o ñeques; otros árboles
producen en sus copas jugosos frutos que son alimento
de diversas aves y primates, entre los que se destacan
las tropas de monos aulladores o araguatos y las manadas
de micos maiceros y titíes. En medio de la vegetación
se encuentran también otras especies arborícolas
sorprendentes como el perezoso, que vive suspendido de
las ramas de los árboles para alimentarse de su
follaje y el puercoespín, hábil trepador
de cola prensil; el zaino o pecarí, característico
por su almizcle, forma grandes manadas, que al remover
el suelo en busca de alimento ayudan a la renovación
de los bancos de semillas enterradas. Estos mamíferos
son seguidos de cerca en la espesura de la selva por los
grandes predadores como el tigre mariposo o jaguar y los
tigrillos y muchos anfibios y reptiles acechan en los
ambientes cenagosos.
El verano es el momento de floración de las palmas,
cuando el bosque se inunda de un intenso aroma que atrae
miles de abejas, coleópteros polinizadores y hormigas;
la palma real produce abundantes frutos maduros que se
acumulan por montones en la base del tallo, a la espera
de que algún mamífero de gran tamaño
las consuma y disperse la semilla; también es la
época del florecimiento del gualanday y del pavito
que cubre el piso de flores moradas y del bototo de flores
amarillas.
Por el contrario, en la sabana el efecto del verano no
se hace esperar; el suelo se reseca y las plantas deben
soportar la deficiencia de agua y de nutrientes; estas
condiciones son propicias para los incendios que en muchas
ocasiones son provocados por el hombre, a fin de obtener
pastos tiernos para el ganado. Las plantas de la sabana
están adaptadas perfectamente a estos ambientes
mediante mecanismos ecofisiológicos que les permiten
ahorrar agua y hacer un uso óptimo de los nutrientes
asimilados y mediante modificaciones en la corteza del
tallo se hacen tolerantes a los incendios; los pastos
y otras especies adoptan la estrategia de mantener los
tallos o estructuras vegetativas protegidos unos pocos
centímetros bajo la superficie del suelo, razón
por la cual pueden reverdecer rápidamente después
de los incendios. Sin embargo, es una época crítica
para el ganado que disminuye su peso a causa del intenso
verano que seca los pastos, los pozos y los bebederos.
EL FRESCO
INVIERNO
El período de lluvias enmarca las actividades de
siembra del conuco o chagra —pequeña parcela
indígena—, que se ha preparado durante el
verano; se siembran diferentes variedades de plátano,
caña de azúcar, maíz, ají,
algunas frutas como la piña y la papaya, ocasionalmente
plantas medicinales y aromáticas y especialmente
yuca amarga, de la que obtienen mañoco y cazabe,
que constituyen el componente principal de su dieta. La
variedad de plantas sembradas y su distribución,
dependen de rituales ancestrales.
La decisión de cultivar yuca dulce o yuca brava
es eminentemente cultural, pues no existen limitaciones
ecológicas. La yuca brava es más resistente
a los herbívoros selváticos como roedores,
comejenes y hormigas y sólo es comestible mediante
un proceso relativamente complejo para extraerle el ácido
cianhídrico, para lo cual se elaboran cebucanes
en los que se exprime la pulpa rayada; manares o cernidores
de fibra fina para sacar la harina de cazabe y otros de
fibra más amplia para la harina de mañoco;
sobre amplios platos de barro cocido o budares, se hace
el asado final. Las yucas dulces se pueden comer crudas
y se utilizan para asar y para obtener chicha y masato,
mediante la fermetación.
En el invierno los ríos crecen y la actividad retorna
a la sabana, donde el cuidado del ganado es el centro
de atención; en esta época se cuenta con
buenos pastos y agua abundante, lo que también
representa algunos riesgos en las zonas inundadas. El
11 de noviembre, según la tradición, la
denominada «creciente de los muertos» se relaciona
con las últimas lluvias de la cordillera, que marcan
el final del invierno y anuncian la entrada del verano.
EL FRÁGIL
HILO DEL RÍO
Los ríos, medio de transporte en el Llano, ofrecen
muchos recursos debido a que se conectan durante el invierno
con grandes planicies de inundación, lagunas y
madreviejas y así generan procesos que soportan
una inmensa diversidad biológica. En el verano
dejan extensas zonas de rebalse libres de agua, momento
que es aprovechado para extraer las maderas valiosas de
los bosques inundables, para recolectar algunas frutas
silvestres y miel de abejas nativas sin aguijón;
las vegas fértiles de los ríos blancos son
utilizadas temporalmente para pequeños cultivos
de arroz que se cosecha de manera artesanal antes de llegar
el invierno. En la época seca los pescadores, colonos
e indígenas establecen cambullones o campamentos
en las riberas, para aprovechar la temporada y explotar
los recursos del río.
Lamentablemente, el aprovechamiento excesivo de las tortugas
terecay y de sus huevos, los morrocoy y de la tortuga
mata–mata —perseguida por coleccionistas de
fauna exótica—, han reducido sus poblaciones
a niveles críticos. También se han visto
afectados el caimán llanero, las babillas o cachirres,
el manatí y las toninas o delfín rosado.
Los grandes peces deben sortear durante su migración,
barreras formadas por extensos trasmallos o chinchorros,
artes de pesca altamente destructivas, que han llevado
al agotamiento a los grandes bagres como el valentón,
el dorado, el capaz, el baboso, el amarillo y el pintadillo
tigre, entre otros, que hacen parte del Libro Rojo de
peces dulceacuícolas de Colombia.
Si a esto se agrega el impacto causado por la deforestación
de los bosques de galería, la transformación
de las vegas inundables en arrozales, con la consecuente
contaminación por pesticidas, la industria de los
hidrocarburos, el vertimiento de aguas residuales de origen
industrial y urbano y la introducción de cerca
de veinte especies exóticas de peces, inevitablemente
estamos a punto de producir un impacto irreparable en
el frágil equilibrio de los ambientes de la gran
sabana, así como en los de las selvas inundables
y especialmente en los de los ríos que dan vida
a la Orinoquia colombiana.
Este fenómeno no es nuevo ni desconocido y los
efectos negativos en la biodiversidad, en el funcionamiento
de los ecosistemas y en las poblaciones, se pueden observar
en su fase final de degradación en la cuenca del
río Bogotá. Un ejemplo más cercano
a lo que puede ocurrir en la Orinoquia se presenta con
las pesquerías de la cuenca del río Magdalena,
vertiente en la que se han registrado 190 especies de
peces dulceacuícolas primarios, muchos de ellos
endémicos y que en sus mejores momentos aportó
los mayores volúmenes de pesca del país
—en 1970 51% del total y 80% de la continental—.
Las prácticas que inciden en el deterioro de la
cuenca del Orinoco y que se deben corregir son: la utilización
de artes de pesca destructivas como redes de arrastre,
trasmallos y el uso de dinamita; la pesca desmesurada
en los períodos críticos de las especies,
particularmente durante la subienda y bajanza, que coinciden
con los períodos de reproducción de la mayoría
de especies; la falta de control a los comercializadores
mayoristas, la desecación de ciénagas, la
contaminación, la deforestación, la construcción
de obras de ingeniería sin criterios ambientales
y la falta de compromiso de las entidades responsables
de la toma de decisiones encaminadas al ordenamiento pesquero
y al cumplimiento de las regulaciones.
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