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CAPÍTULO 6

ENCUENTRO DE CULTURAS

 

Los escasos conocimientos que se tienen acerca del origen de los primeros pobladores de la Orinoquia colombiana, proceden de los relatos míticos que los grupos étnicos sobrevivientes han transmitido de generación en generación.

El análisis de los sedimentos de la Sabana de Bogotá en la cordillera Oriental y la interpretación de la leyenda de los muiscas, según la cual Bochica los libró de una gran inundación que cubrió el altiplano, se pueden relacionar en cierta forma con los cambios climáticos que ocurrieron en el pasado. Algo similar ocurre con la leyenda llanera en la que la princesa Pamoare y su amado Casanarí contemplan desde la cima de una montaña la sabana convertida en un desierto de arenas. Es sorprendente verificar la veracidad que encierra este mito, al relacionarlo con los sucesos que dieron origen a las llanuras eólicas del Casanare durante los períodos secos y áridos del Cuaternario, hace más de 10.000 años; sin embargo, aún no se cuenta con suficiente evidencia arqueológica para confirmar estos acontecimientos.

De acuerdo con el análisis de los registros polínicos de los sedimentos de seis lagos —Mozambique, Chenevo, Carimagua, el Piñal, Ángel y Sardinas—, localizados a lo largo de la altillanura, en un trayecto de 400 km en dirección oriente–occidente, el geógrafo Carlos Berrío pudo establecer la historia de la ecología y el medio ambiente de los Llanos, de los cambios que ocurrieron en el paisaje vegetal y en la oferta de recursos que pudieron influir en el proceso de ocupación y en las rutas migratorias.

  • Desde 18.000 hasta 10.700 años antes del presente existieron parches de bosque de galería, algunos lagos no permanentes y una abundancia de gramíneas, lo cual refleja estaciones secas prolongadas, con escasa precipitación.
  • Desde hace 10.700 hasta 9.700 años, se extendió el bosque de galería debido a un clima más húmedo.
  • De los 9.700 a los 5.800 años, las sabanas se expandieron nuevamente, lo que refleja la existencia de nuevos períodos secos.
  • De los 5.800 a los 3.800 años antes del presente, el bosque de galería volvió a expandirse; esto se atribuye a un aumento en la precipitación y a una posible estación seca más corta.
  • Los registros polínicos de hace 4.000 años muestran que hubo una gran abundancia de palmas, lo que deja ver la influencia del hombre en los ecosistemas de las sabanas.

Es evidente que los primeros pobladores lograron sobrevivir a estos cambios climáticos y ambientales y se cree que tuvieron varias rutas de ingreso a la llanura y en diferentes épocas. Posiblemente algunos grupos entraron al Llano a través de los grandes ríos de aguas blancas, ricos en fauna, como el Arauca, el Meta y el Guaviare. Más tarde, en el año 500 de nuestra era, tribus arauquinoides, procedentes del Orinoco medio venezolano poblaron las llanuras inundables de Casanare y Arauca.

Otros grupos llegaron por las selvas de la Amazonia y de acuerdo con autores como la antropóloga Elizabeth Reichel, dieron origen a las culturas formativas posteriores y a las andinas. Eran pequeñas bandas de pescadores, cazadores y recolectores nómadas que lograron grandes desarrollos y a partir del año 5.000 a.C., iniciaron prácticas agrícolas de yuca y maíz, que permitieron la subsistencia de poblaciones cada vez mayores. Las técnicas de tala y quema y los cultivos rotatorios fueron comunes en este período formativo. Cerca del río Guaviare, al suroriente de la serranía de la Macarena, se encontró un abrigo rocoso que fue usado como vivienda hace 7.250 años por grupos de cazadores y recolectores que explotaron los recursos del bosque con herramientas como raspadores elaborados en chert, cuarzo y cuarcita; el hábitat donde desarrollaron sus actividades era selvático y, de acuerdo con los análisis de las características lingüísticas de la familia Arawak, hace por lo menos 5.000 años migraron desde el medio Amazonas hacia los Andes.

Otras investigaciones arqueológicas realizadas en terrazas, bancos y diques adyacentes al cauce actual del río Orinoco, cerca de Puerto Ayacucho en Venezuela, sugieren que poblaciones de cazadores–recolectores paleoindios de la región andina del Abra, en la Sabana de Bogotá, descendieron al llano y lo atravesaron hace alrededor de 9.000 años; una vez establecidos allí, iniciaron una etapa de adaptación a las tierras bajas, que probablemente continuó hasta que se convirtieron en agricultores, hacia el 2.000 ó 1.000 a.C.
Cuando algunos miembros de la etnia nukak, nómadas, cazadores, pescadores y recolectores de la Amazonia, aparecieron en Calamar, al sureste de San José del Guaviare, desnudos y hablando en una lengua desconocida, se pensó que eran herederos de los primeros grupos grandes y aunque no son los mismos del pasado, sí aportan información sobre su forma de vida y su interacción con la selva, tan especializada que les permite una relación de mutuo beneficio. Las actividades realizadas por los nukak, como la recolección y caza selectiva de algunas especies, el corte de determinados árboles durante los traslados residenciales y el abandono de los campamentos, crean en el paisaje parches de recursos a partir de las semillas y frutos consumidos, que lo hacen cada vez más productivo, sin necesidad de desarrollar una horticultura de roza y quema.

En el piedemonte, en Yopal, Restrepo, Acacías y Macarena, hace 1.500 a 1.600 años, se asentaron varios grupos prehispánicos que poseían buenos conocimientos sobre el manejo de los ecosistemas y una estructura social y política avanzada. Entre los restos de sus asentamientos se encontraron frutos de la palma de chontaduro, maíz y vainas del árbol de yopo, lo que evidencia el consumo de plantas alucinógenas para rituales chamánicos que se acompañaban con tabaco y coca. En algunos resguardos indígenas del Casanare, la práctica de «enyoparse» aún persiste entre los ancianos.

Las sabanas y los bosques de galería fueron objeto de intervención por parte de los grupos prehispánicos, tanto en el sistema de drenaje de la llanura de inundación, como en el manejo del fuego en la altillanura. En la extensa región inundable de Colombia y Venezuela, donde el factor crítico es el exceso de agua, hubo campos elevados o montículos artificiales para crear zonas de cultivo. Desarrollos prehispánicos similares se dieron en las planicies aluviales de los ríos Sinú y San Jorge, en Sucre y en la Sabana de Bogotá, a 2.600 m de altitud.

En los Llanos de Venezuela, los antropólogos Alberta Zucchi y William Denevan estudiaron la estructura y funcionamiento de estos sistemas agrícolas lacustres y los describieron como camellones alargados organizados en pares, con un gran canal intermedio entre los dos; dichos sistemas comienzan en la parte más elevada del estero y terminan en la más deprimida. La longitud de los camellones alcanza los 1.500 a 2.000 m y su anchura varía entre 6,7 y 25,3 m; entre los canales y la sabana hay de 3,7 a 6,7 m y entre los pares de estructuras hay de 26,2 a 59,4 m. Mientras que los suelos de los camellones tienen alto contenido de materia orgánica, los de la sabana adyacente son pobres en potasio, fosfato y materia orgánica y poseen un alto contenido de sodio que puede ser tóxico para las plantas. Es posible que, como en las chinampas mexicanas, los espejos de agua sirvieran para cría de peces, moluscos y otros animales acuáticos.

Se tiene evidencia de la existencia de camellones cerca al río Manacacías, en los bajos del caño Cumaral, cuya superficie aproximada es de 100 ha, que fueron utilizados para el cultivo de maíz y variedades de yuca. Estos sistemas son una clara muestra del avanzado nivel del conocimiento indígena acerca del funcionamiento de los ecosistemas. Los montículos o camellones de cultivo buscaban manejar las inundaciones y aprovechar la humedad remanente en época de sequía.

Con base en el funcionamiento de estos ecosistemas, el Himat desarrolló en la región de Orocué–Meta un sistema que ha producido buenos rendimientos y que consiste en la construcción de diques y embalses experimentales en un área de 1.400 ha, a fin de mantener alta producción de pastos para el ganadero en la época de sequía.

LA DIVERSIDAD DE GRUPOS ÉTNICOS

A la llegada de los conquistadores europeos, los Llanos estaban habitados por varios grupos étnicos que aprovecharon al máximo sus ecosistemas. Las vegas de los grandes ríos estaban ocupadas por horticultores como los achagua en Casanare y Vichada, los jirara y tunebo en la parte occidental de Arauca, los otomaco, sáliba y yaruro en el bajo Apure, Arauca y el medio Orinoco y los guayupe y sae en los Llanos del Ariari. En las sabanas y selvas de galería de los cursos de aguas menores, los sikuani y chiricoa, nómadas que obtenían el sustento de la cacería, la recolección de vegetales y en buena medida del intercambio con los grupos ribereños y en los raudales e islas del Orinoco vivían pescadores especializados, como los adole.

En poco tiempo este complejo mapa cultural cambió debido a la conquista, la esclavitud y años más tarde a la violencia partidista iniciada en los años cuarenta. El cambio en los patrones de subsistencia, el dominio ideológico y el contagio de enfermedades, diezmaron la población indígena y muchos grupos desaparecieron y aunque algunas tribus han hecho ajustes para mantener su población, prácticamente ninguna habita los lugares de sus ancestros.

Las investigaciones sobre los grupos étnicos de la Orinoquia colombiana, han identificado cuatro grandes familias lingüísticas a las que pertenecen diferentes grupos étnicos: guahíbo —grupo étnico sikuani—, arawak —achagua, piapoco, curripaco—, sáliba —sáliba, piaroa— y chibcha —tunebo—; en el ámbito de la selva amazónica de transición, hay una quinta familia, la puinave o makú–puinave —puinave, nukak—. En 1993, con base en datos del Incora, se estimó una población indígena de 5.720 familias con 29.660 individuos, localizados en resguardos y reservas cuya superficie es de 3’177.228 ha; la mayor densidad poblacional se localiza en las sabanas de Meta, Vichada y Arauca.

DIVERSIDAD DE USO DE LOS ECOSISTEMAS

En la Orinoquia colombiana convergen factores ambientales, históricos y culturales, que dan origen a diversas formas de uso de los ecosistemas. Se pueden encontrar desde sistemas elementales de pastoreo y trashumancia de alta montaña tropical, hasta sofisticados procesos industriales de cultivos masivos, de grandes plantaciones forestales o de modernas piscinas para la acuacultura.
La alta montaña paramuna de la Sierra Nevada Chita o del Cocuy, es considerada por los indígenas u’wa o tunebo como un espacio sagrado, que provee muchas plantas medicinales.

En la franja de superpáramo, por encima de los 4.000 msnsm, los campesinos obtienen recursos mediante el pastoreo trashumante de ovejas y cabras que mueven periódicamente de un valle a otro. En los páramos de la Orinoquia, la tierra, a partir de los 3.000 m de altitud se utiliza para el cultivo de papa, después del cual la parcela descansa varios años para recuperar la fertilidad; durante este tiempo el suelo se aprovecha para el pastoreo del ganado. En varios lugares se usa el fuego para quemar los pajonales–frailejonales y así obtener pastos tiernos que sostengan una ganadería extensiva, pero dichas prácticas degradan estos ecosistemas que funcionan como reguladores de las fuentes de agua; las investigaciones recientes indican que es necesario prolongar los tiempos de descanso de la tierra, para que la actividad de los microorganismos permita la recuperación de parte de los nutrientes perdidos y avance la sucesión vegetal.

En la tierra fría o piso andino, entre los 2.000 y 3.000 msnm, predomina la agricultura de cereales, principalmente de maíz y en algunos fincas se realiza rotación de cultivos con pastoreo; continuamente se integran nuevas tierras a los procesos de producción mediante la práctica de la tumba, roza y quema de los bosques. En otras regiones, principalmente de Boyacá, se han desarrollado campos de frutales caducifolios solos o asociados con cultivos tradicionales.

En la tierra de clima templado o piso subandino, entre 1.000 y 2.000 m de altitud, la selva subandina ha sido fuertemente explotada para extraer maderas y cortezas de quina; el cultivo dominante es el cafetal tradicional de sombra y en menor escala los de plátano, frutales, caña de azúcar y maíz; parte de los terrenos se dedican a la ganadería. En esta franja altitudinal, la tala de los bosques en muchos lugares ha generado procesos de inestabilidad y erosión.

EL HATO LLANERO

«…sobre mi caballo yo y sobre yo mi sombrero».

La música llanera, con el arpa, el cuatro, el tiple y las maracas, cuenta las historias, leyendas y tradiciones de la gran sabana del norte del continente suramericano, especialmente las del Llano adentro, donde permanecen los hatos y se mantiene una estrecha y armoniosa relación entre la sabana natural, el hombre, el ganado y la mata de monte.

El caballo y el ganado vacuno posiblemente fueron traídos por las primeras expediciones de los alemanes de la Casa Welser, desde Coro, Venezuela, entre 1536 y 1541. Las primeras ganaderías se establecieron hacia 1540 en las misiones jesuíticas de Surimena, Casimena, San Miguel de Macuco y Guanapalo, donde los indígenas evangelizados aprendieron el manejo del caballo y del ganado. Las haciendas más antiguas —Caribabare, La Yeguera, Tocaría, Cravo— se desarrollaron en el siglo XVI; su ganadería extensiva y la necesidad de controlar grandes extensiones de tierra, generaron conflictos con los indígenas y provocaron profundas transformaciones en su cultura.

Desde el comienzo, los hatos fueron espacios territoriales en torno a los cuales giró la organización económica productiva, social y cultural de la sociedad llanera; allí se asentó la autoridad real y luego la republicana y de ellos surgieron la mayoría de los pueblos y ciudades del Llano.

De acuerdo con los actuales sistemas de producción, el antropólogo Roberto Franco catalogó los diferentes tipos de fincas ganaderas de los llanos del Casanare:

  • El hato ganadero tradicional tiene por lo menos 1.000 reses, fundaciones y una estructura social particular, dominada por jerarquías relacionadas con los trabajos del Llano.
  • La finca ganadera es la que tiene menos de 1.000 reses, pocos empleados permanentes y no tiene fundaciones.
  • Las fincas de conuquero o veguero están situadas en las orillas de los ríos y varían en extensión desde 1.000 hasta 50 ha; por lo general dedican gran parte del área a la cría y levante de ganado.
  • La finca o hato con agroindustria temporal de arroz es la que alquila una parte del hato a los arroceros por tres cosechas.
  • La finca en el piedemonte para ganado de ceba es la que se utiliza para engordarlo y generalmente está localizada cerca a las vías principales.

El tradicional hato llanero ha cambiado aceleradamente en el piedemonte, donde se han implementado modernas tecnologías de producción basadas en pastos y ganados mejorados. En esta franja también se practican nuevas formas de cultivo de variedades seleccionadas de arroz y maíz y las gigantescas plantaciones de palma africana, caucho y pino caribe, lentamente invaden las sabanas y transforman el paisaje.

EL APROVECHAMIENTO ESTACIONAL DE RECURSOS

En los ecosistemas de baja altitud como el piedemonte llanero, las sabanas y la selva amazónica de transición, los inviernos y los veranos son muy marcados y determinan los ciclos biológicos y las actividades económicas de la región. En la estación seca, que generalmente va de diciembre a marzo, se llevan a cabo los procesos de roza, tumba y quema, a fin de preparar la tierra para la siembra.

En las serranías o banquetas del Parque Nacional Natural Serranía de La Macarena, lo primero que hacen los colonos para preparar los terrenos, es un socolado o corte con machete de los estratos arbustivos y herbáceos, después talan los árboles y palmas con hacha o motosierra y las altas temperaturas del verano realizan un secado rápido de la vegetación cortada; cuando se aproxima el período de lluvias realizan la quema y luego siembran asociaciones de plátano, banano o topocho, maíz, arroz y ahuyama, en un sistema de cultivos diversificados que es considerado por algunos autores como el más apropiado para el trópico húmedo. Durante el crecimiento de las plantas realizan desyerbes periódicos y cosechan de acuerdo con el tipo de sembrados; algunos cultivos tempraneros y de variedades de yuca, producen en menos de seis meses y otros se recogen al año. En este tipo de paisaje el proceso final conduce al establecimiento de pastizales para ganadería, con pasto puntero o braquiaria.

En un ciclo que está más determinado por las fluctuaciones del nivel del río, que por la distribución local de lluvias, en los bajos o rebalses se produce una inundación durante ocho meses cada año, período en el que los suelos son fertilizados por los limos que deposita el río. El sistema de agricultura utilizado en estas franjas está adaptado únicamente para la temporada de verano —diciembre a marzo— y consiste en los siguientes procesos: se socola o corta el estrato herbáceo y arbustivo, que generalmente es dominado por platanillo —especie de Heliconia—; cuando hay tiempo suficiente o la vegetación es muy densa se quema o se produce un fuego muy superficial llamado chamuscado, para luego sembrar, con la ayuda de un barretón de madera dura como el guayabete, variedades de maíz de ciclo corto y ocasionalmente topocho. Se derriban todos los árboles de grandes diámetros, que en las fases de vegetación secundaria o rastrojos están dominados por el yarumo, la varasanta y la ceiba rosada; se realizan desyerbes periódicos y finalmente se cosecha antes de la inundación.

PRODUCTIVIDAD NATURAL EN EL VERANO

En el verano todos los lugares son accesibles para la mariscada —cacería— y la pesca. A causa de la reducción del tamaño y profundidad de las lagunas, los peces se concentran y al finalizar el verano, las que no se han secado presentan niveles críticos de oxígeno y bajo nitrógeno, en cuyas condiciones sólo unos pocos peces logran sobrevivir. Una larga historia evolutiva ha permitido la especialización de algunas especies en estos medios fluctuantes y las ha dotado de estructuras vascularizadas que se localizan en el intestino medio, el estómago, la vejiga natatoria o el epitelio bucal, lo cual les permite tomar el oxígeno del aire; la guabina o perra loca es capaz de cambiar de una charca a otra dando saltos y los temblones, peces de respiración facultativa frecuentes en las charcas y caños de poca profundidad, son famosos por emitir potentes descargas de alto voltaje, que utilizan como mecanismo para atrapar sus presas.

Al avanzar la temporada seca, muchos árboles fructifican en las selvas y bosques de galería; los maracos dejan caer sus enormes frutos pestilentes de 20 cm de diámetro, lo que atrae numerosos roedores como lapas y guatines o ñeques; otros árboles producen en sus copas jugosos frutos que son alimento de diversas aves y primates, entre los que se destacan las tropas de monos aulladores o araguatos y las manadas de micos maiceros y titíes. En medio de la vegetación se encuentran también otras especies arborícolas sorprendentes como el perezoso, que vive suspendido de las ramas de los árboles para alimentarse de su follaje y el puercoespín, hábil trepador de cola prensil; el zaino o pecarí, característico por su almizcle, forma grandes manadas, que al remover el suelo en busca de alimento ayudan a la renovación de los bancos de semillas enterradas. Estos mamíferos son seguidos de cerca en la espesura de la selva por los grandes predadores como el tigre mariposo o jaguar y los tigrillos y muchos anfibios y reptiles acechan en los ambientes cenagosos.

El verano es el momento de floración de las palmas, cuando el bosque se inunda de un intenso aroma que atrae miles de abejas, coleópteros polinizadores y hormigas; la palma real produce abundantes frutos maduros que se acumulan por montones en la base del tallo, a la espera de que algún mamífero de gran tamaño las consuma y disperse la semilla; también es la época del florecimiento del gualanday y del pavito que cubre el piso de flores moradas y del bototo de flores amarillas.

Por el contrario, en la sabana el efecto del verano no se hace esperar; el suelo se reseca y las plantas deben soportar la deficiencia de agua y de nutrientes; estas condiciones son propicias para los incendios que en muchas ocasiones son provocados por el hombre, a fin de obtener pastos tiernos para el ganado. Las plantas de la sabana están adaptadas perfectamente a estos ambientes mediante mecanismos ecofisiológicos que les permiten ahorrar agua y hacer un uso óptimo de los nutrientes asimilados y mediante modificaciones en la corteza del tallo se hacen tolerantes a los incendios; los pastos y otras especies adoptan la estrategia de mantener los tallos o estructuras vegetativas protegidos unos pocos centímetros bajo la superficie del suelo, razón por la cual pueden reverdecer rápidamente después de los incendios. Sin embargo, es una época crítica para el ganado que disminuye su peso a causa del intenso verano que seca los pastos, los pozos y los bebederos.

EL FRESCO INVIERNO

El período de lluvias enmarca las actividades de siembra del conuco o chagra —pequeña parcela indígena—, que se ha preparado durante el verano; se siembran diferentes variedades de plátano, caña de azúcar, maíz, ají, algunas frutas como la piña y la papaya, ocasionalmente plantas medicinales y aromáticas y especialmente yuca amarga, de la que obtienen mañoco y cazabe, que constituyen el componente principal de su dieta. La variedad de plantas sembradas y su distribución, dependen de rituales ancestrales.

La decisión de cultivar yuca dulce o yuca brava es eminentemente cultural, pues no existen limitaciones ecológicas. La yuca brava es más resistente a los herbívoros selváticos como roedores, comejenes y hormigas y sólo es comestible mediante un proceso relativamente complejo para extraerle el ácido cianhídrico, para lo cual se elaboran cebucanes en los que se exprime la pulpa rayada; manares o cernidores de fibra fina para sacar la harina de cazabe y otros de fibra más amplia para la harina de mañoco; sobre amplios platos de barro cocido o budares, se hace el asado final. Las yucas dulces se pueden comer crudas y se utilizan para asar y para obtener chicha y masato, mediante la fermetación.

En el invierno los ríos crecen y la actividad retorna a la sabana, donde el cuidado del ganado es el centro de atención; en esta época se cuenta con buenos pastos y agua abundante, lo que también representa algunos riesgos en las zonas inundadas. El 11 de noviembre, según la tradición, la denominada «creciente de los muertos» se relaciona con las últimas lluvias de la cordillera, que marcan el final del invierno y anuncian la entrada del verano.

EL FRÁGIL HILO DEL RÍO

Los ríos, medio de transporte en el Llano, ofrecen muchos recursos debido a que se conectan durante el invierno con grandes planicies de inundación, lagunas y madreviejas y así generan procesos que soportan una inmensa diversidad biológica. En el verano dejan extensas zonas de rebalse libres de agua, momento que es aprovechado para extraer las maderas valiosas de los bosques inundables, para recolectar algunas frutas silvestres y miel de abejas nativas sin aguijón; las vegas fértiles de los ríos blancos son utilizadas temporalmente para pequeños cultivos de arroz que se cosecha de manera artesanal antes de llegar el invierno. En la época seca los pescadores, colonos e indígenas establecen cambullones o campamentos en las riberas, para aprovechar la temporada y explotar los recursos del río.

Lamentablemente, el aprovechamiento excesivo de las tortugas terecay y de sus huevos, los morrocoy y de la tortuga mata–mata —perseguida por coleccionistas de fauna exótica—, han reducido sus poblaciones a niveles críticos. También se han visto afectados el caimán llanero, las babillas o cachirres, el manatí y las toninas o delfín rosado. Los grandes peces deben sortear durante su migración, barreras formadas por extensos trasmallos o chinchorros, artes de pesca altamente destructivas, que han llevado al agotamiento a los grandes bagres como el valentón, el dorado, el capaz, el baboso, el amarillo y el pintadillo tigre, entre otros, que hacen parte del Libro Rojo de peces dulceacuícolas de Colombia.

Si a esto se agrega el impacto causado por la deforestación de los bosques de galería, la transformación de las vegas inundables en arrozales, con la consecuente contaminación por pesticidas, la industria de los hidrocarburos, el vertimiento de aguas residuales de origen industrial y urbano y la introducción de cerca de veinte especies exóticas de peces, inevitablemente estamos a punto de producir un impacto irreparable en el frágil equilibrio de los ambientes de la gran sabana, así como en los de las selvas inundables y especialmente en los de los ríos que dan vida a la Orinoquia colombiana.

Este fenómeno no es nuevo ni desconocido y los efectos negativos en la biodiversidad, en el funcionamiento de los ecosistemas y en las poblaciones, se pueden observar en su fase final de degradación en la cuenca del río Bogotá. Un ejemplo más cercano a lo que puede ocurrir en la Orinoquia se presenta con las pesquerías de la cuenca del río Magdalena, vertiente en la que se han registrado 190 especies de peces dulceacuícolas primarios, muchos de ellos endémicos y que en sus mejores momentos aportó los mayores volúmenes de pesca del país —en 1970 51% del total y 80% de la continental—.

Las prácticas que inciden en el deterioro de la cuenca del Orinoco y que se deben corregir son: la utilización de artes de pesca destructivas como redes de arrastre, trasmallos y el uso de dinamita; la pesca desmesurada en los períodos críticos de las especies, particularmente durante la subienda y bajanza, que coinciden con los períodos de reproducción de la mayoría de especies; la falta de control a los comercializadores mayoristas, la desecación de ciénagas, la contaminación, la deforestación, la construcción de obras de ingeniería sin criterios ambientales y la falta de compromiso de las entidades responsables de la toma de decisiones encaminadas al ordenamiento pesquero y al cumplimiento de las regulaciones.

 
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