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CAPÍTULO 4
EXPRESIONES DE LA BIODIVERSIDAD
 

La cantidad y la variedad de formas de vida que se encuentran en un determinado lugar indican su diversidad biológica o biodiversidad, la cual abarca todos los organismos vivos, desde las moléculas hasta los ecosistemas y comprende las diferencias que se manifiestan dentro de cada especie, entre especies distintas y en los ecosistemas; tal variabilidad se debe, ante todo, a la gran cantidad de información que guardan los genes y a la multitud de maneras como ésta puede ser combinada.

El Chocó Biogeográfico es un lugar privilegiado puesto que posee una enorme biodiversidad; para conocer una parte de la cantidad de formas de vida que habitan esta región, basta con adentrarse un poco por el cauce de cualquiera de los innumerables arroyos que se abren camino entre la selva y desembocan en las playas que flanquean las serranías costeras, o hacer una travesía por los esteros de la costa y sus manglares.

Prestarles atención a los detalles, las formas, los colores y los sonidos que se perciben en los bosques de esta región, es una experiencia inigualable. Los mil matices de verde, la variedad de contornos y texturas, las cascadas de helechos, bromelias, anturios y orquídeas que se descuelgan por los troncos de los árboles, la maraña de bejucos y enredaderas que los trepan y acaso una gran mariposa de alas azules, un cangrejo huidizo o una rana colorida que salta, conforman un escenario fantástico; pero pronto esta multiplicidad va adquiriendo sentido y orden y la actividad biológica revela su constante quehacer, a veces mudo y otras con ensordecedor murmullo, pues allí todo tiene su razón de ser y responde a estrictas normas que aseguran la supervivencia y el equilibrio.

LA COMARCA DE LAS PALMAS

Una de las características más sobresalientes de los bosques del Chocó Biogeográfico es la altísima participación de las palmas en su composición y aspecto general, hecho que se aplica no sólo a las selvas de las tierras bajas, sino a todas las formaciones boscosas de la región, desde la playa misma hasta las zonas más elevadas de la cordillera Occidental, por lo cual el botánico norteamericano Alwyn Gentry denominó esta región «la comarca de las palmas». Allí se encuentran alrededor de 120 especies distintas, casi la mitad de todas las registradas en Colombia; 35 de ellas endémicas del Chocó Biogeográfico y 16 de su porción colombiana. En una hectárea de bosque del bajo Calima o de la parte alta del valle del Atrato, se pueden contabilizar no sólo hasta 17 especies de palmas, sino también la mayor cantidad de individuos por área del mundo.

Desde el final del Mioceno, hace seis millones de años, cuando el levantamiento de la cordillera Andina separó las tierras bajas del Pacífico de las de la Amazonia, las poblaciones de palmas que quedaron aisladas a ambos lados de las montañas evolucionaron independientemente y se convirtieron en especies distintas. De este modo, con excepción de unas pocas especies —barrigona, milpesos, don pedrito y zancona—, las palmas que se encuentran en la Amazonia y en el Chocó Biogeográfico son diferentes. Al menos una veintena de especies, la mayoría de pequeño porte, como la panga, el rabo de zorro y la carmaná, arribaron desde Centroamérica a través del istmo de Panamá. En términos generales, la diversidad de palmas tiende a disminuir desde las tierras bajas hacia las zonas altas, pero la mayor cantidad de elementos endémicos se encuentra en los bosques nublados de las laderas de la cordillera Occidental.

Adaptadas a las bajas temperaturas que imperan cerca de las cumbres de la cordillera, crecen la palma de cera y una cuchilleja, ambas de amplia distribución en la región andina desde Venezuela hasta Bolivia. En los bosques nublados de la vertiente del Pacífico, las macanas forman rodales dispersos de palmares y se encuentran algunas especies endémicas y de distribución muy restringida, como la chirca.

Ya en las zonas templadas, alrededor de los 1.000 msnm, la barrigona puede volverse un componente dominante del estrato arbóreo, mientras que una decena de especies de menor porte, entre las que se destacan las chircas, con sus hojas de aspecto mordisqueado y tallos espinosos, abundan en los estratos secundarios y en el sotobosque; la mayor concentración de especies del género Aiphanes, en el mundo, se encuentra en el Chocó Biogeográfico, donde diez de las 22 existentes están presentes.

Los bosques húmedos de las tierras bajas albergan la mayor diversidad de palmas, unas 70 especies. Sin embargo, algunas de ellas se encuentran sólo en áreas pantanosas o inundables, como el naidí —de la que se extrae el palmito— que suele formar palmares homogéneos o naidizales detrás de la franja de manglares y la quitasol, la tagua y la pángana, que abunda en los pantanos del bajo Atrato. En áreas de suelos más firmes, algunas de gran porte son la milpesos, la zancona, la memé, el amargo y el wérregue, mientras que en la penumbra del sotobosque son comunes las chacarrá, el táparo y la sapa, entre otras.

La gran diversidad y la abundancia de palmas en los bosques del Chocó Biogeográfico reflejan la importancia de su función ecológica: son fuente de alimento y proporcionan hábitat a un sinnúmero de animales. Los frutos de la tagua y del wérregue, cuando caen al suelo, son consumidos por insectos y roedores, entre los que está el ñeque, que luego de ingerir la pulpa transporta las semillas a otros lugares y las almacena bajo tierra para consumirlas en la época en que las palmas no producen frutos. De esta manera, el ñeque evita que las semillas sean consumidas por otros animales y aumenta la probabilidad de que germinen.

La población humana nativa ha sabido aprovechar desde hace mucho tiempo la generosa oferta de recursos que proveen las palmas, como alimento, materiales de construcción, herramientas, utensilios y objetos ceremoniales. El chontaduro, por ejemplo, es un alimento emblemático de la región y fundamental en la dieta durante una parte del año. Con los frutos de la palma naidí y de la milpesos se preparan jugos nutritivos y de buen sabor y los de la chacarrá, aunque más esporádicamente, son consumidos directamente en el monte. De las hojas jóvenes del wérregue, los indígenas Embera y Waunana extraen una fibra muy resistente con la que elaboran cestos, manillas, platos y otros utensilios que han conquistado exitosamente el mercado de las artesanías y se han convertido en iconos de su cultura.

EN CADA ÁRBOL UN COSMOS

Al internarse por cualquiera de los tipos de bosque del Chocó Biogeográfico, incluyendo los manglares, una de las primeras causas de asombro es la cantidad de epífitas —plantas que crecen sobre otras plantas— que se observa sobre los troncos y las ramas de los árboles. Las lluvias son el principal factor que determina la variedad de los bosques, pero lo son aún más de la abundancia y diversidad de la flora epífita. En los bosques nublados de montaña, la niebla y la cantidad de agua que continúa escurriendo del techo del bosque después de los aguaceros, parecen desempeñar un papel muy importante en la abundancia de epífitas.

Suele pensarse que el epifitismo es una estrategia exitosa para evitar la competencia por el espacio en el suelo y para acceder a condiciones de luz más favorables, pero al observar los troncos y ramas de estos bosques repletos de musgos, bromelias, anturios, helechos y orquídeas, este razonamiento parece perder su lógica.

Al no disponer de suelo, las epífitas deben enfrentar el problema de captar de manera eficaz los nutrientes y el agua. Las bromelias, además de algunas orquídeas y ciertos helechos, disponen sus hojas formando una roseta que actúa como embudo para retener el líquido y concentrarlo cerca de las raíces; orquídeas y anturios engruesan sus raíces y las cubren con una epidermis esponjosa que se satura de agua. Otras plantas, llamadas pseudo-epífitas, como ciertos anturios, helechos y enredaderas, no abandonan la seguridad nutritiva que les garantiza el suelo, pero trepan hasta alturas considerables adheridas a los troncos de otras plantas. A su vez, las denominadas epífitas primarias desarrollan una estrategia inversa, germinan y crecen inicialmente sobre la corteza de un árbol y posteriormente producen raíces que alcanzan el suelo, como lo hacen los higuerones, filodendros y balazos. También hay algunas que optaron por una solución más radical: las hemiparásitas o muérdagos, que toman abusivamente los nutrientes y el agua, del líquido que circula por el tejido vascular del árbol que las hospeda.

Aunque no hacen parte de la flora epífita y crecen comúnmente sobre leños y árboles caídos, no es raro encontrar diversos hongos xilófagos —degradadores de madera— sobre los troncos de los árboles aún vivos; entre ellos se destaca el género Ganoderma, que crece en forma de repisa, con superficies contrastantes: color castaño barnizado en la parte superior y blanco en la inferior.

La cantidad de epífitas sobre los árboles incrementa considerablemente la riqueza de especies y la complejidad estructural de los bosques. Se estima que en los bosques del Chocó Biogeográfico puede estar presente no menos del 10% de las epífitas del mundo; es tal su cantidad, que en algunos bosques pueden aportar hasta el 30% de la diversidad florística y en un solo árbol de los bosques nublados se pueden contabilizar hasta medio centenar de especies.

El árbol hospedero resulta ser en todo caso un sustrato bastante variable e incierto para las epífitas; puede experimentar un crecimiento muy lento, desarrollar nuevas frondas que bloqueen el paso de la luz o desaparecer repentinamente al quebrarse una rama o al caer el árbol. Como respuesta a ello, muchas epífitas crecen con rapidez, maduran precozmente, producen abundantes semillas y se asocian con micorrizas —ciertos hongos— que les suministran nutrientes y aceleran la germinación de las semillas. La abundancia y la diversidad de plantas parásitas suelen ser mayores en los árboles más grandes y viejos, para los cuales la cantidad de epífitas puede convertirse en un inconveniente, pues el peso eleva el riesgo del quiebre de sus ramas y la pérdida de nutrientes, debido al abuso de las plantas hemiparásitas, que puede alcanzar niveles intolerables.

La mayoría de las epífitas son poco selectivas en cuanto a la escogencia de los hospederos, pero algunas tienen claras preferencias por algunos árboles. La composición y textura de la corteza y el diámetro y la inclinación de las ramas son generalmente determinantes en la abundancia y diversidad de epífitas. La composición de éstas cambia generalmente desde la base del árbol hasta la parte más alta y genera una estratificación vertical que le añade complejidad estructural al bosque y permite que la fauna disponga de nuevos recursos en los diferentes pisos del mismo. Algunas tienen requerimientos fisiológicos específicos, como ciertos anturios y orquídeas, que al no tolerar la luz solar directa, buscan los estratos medios y bajos para proteger su aparato fotosintético.

Con excepción de los líquenes, los musgos y los helechos, las epífitas desarrollan flores para reproducirse y deben competir por los polinizadores —abejas, abejorros, colibríes—, no sólo entre sí, sino también con las flores de los árboles y de las plantas del sotobosque y, para llamar la atención de los polinizadores, sus flores, además de vistosas, secretan néctares de gran calidad energética o producen aromas fuertes. Quizás por la escasez de polinizadores en los estratos intermedios del bosque, son pocas las epífitas que producen frutos. Su diseminación tiene lugar más bien mediante diásporas muy pequeñas, como las de los helechos y las orquídeas, o semillas plumosas o aladas, como las de las bromelias, que al ser dispersadas por el viento, tienen mayor probabilidad de asentarse sobre otro árbol. Contrario a las epífitas, la mayoría de las plantas de los bosques del Chocó Biogeográfico poseen frutos y semillas extraordinariamente grandes, lo cual se debe a que la dispersión y la diseminación de las plantas de esta región, están básicamente a cargo de los mamíferos y las aves.

Las epífitas juegan un papel muy importante en la creación de microhábitats en los bosques y ofrecen una cantidad de recursos que son aprovechados por una variedad de organismos. Particularmente las bromelias, que almacenan agua y hojarasca entre sus hojas, pueden albergar todo un microcosmos biológico: allí proliferan hongos y algas y hacen su guarida arañas, alacranes, cucarachas y cangrejos; mosquitos y libélulas ponen sus huevos en los reservorios de agua a donde acuden también las ranas kokoi para criar sus renacuajos; las hormigas hacen sus nidos entre las raíces de la planta y éstas son buscadas por arañas, ranas, salamanquejas y otros depredadores.

POLIFASCÉTICOS ALADOS

Sin duda, uno de los mejores indicadores de la riqueza biológica de una región, radica en la diversidad de las aves, puesto que éstas necesitan de una amplia gama de hábitats y de abundante alimento.

Colombia ocupa el primer lugar en diversidad de aves en el mundo, con 1.870 especies. De éstas, 1.080 han sido registradas en el Chocó Biogeográfico colombiano; es decir, el 58% de la avifauna del país está representada en esta región, cuya extensión no supera el 10% del territorio del país; además, unas 150 de estas especies, son endémicas. La mayor riqueza de aves se concentra en los bosques húmedos de tierras bajas y las familias mejor representadas son los atrapamoscas con 126 especies, las tángaras con 113 y los colibríes con 86.

Alrededor de un centenar de las aves de la región son de hábitos marinos o costeros; varias de éstas son migratorias o visitantes ocasionales que encuentran en las playas y planos lodosos del litoral, suficiente alimento antes de proseguir su viaje; pero otras son residentes permanentes que anidan en los islotes, acantilados o manglares; entre ellas, pelícanos, piqueros y gaviotines o golondrinas de mar.

Entre las aves de hábitos terrestres, alrededor del 40% fundamenta su dieta en los insectos, lo que refleja, a su vez, la enorme diversidad de la entomofauna. Los atrapamoscas y jacamares acechan desde sus perchas a los insectos voladores; las golondrinas y vencejos los atrapan al vuelo y las hormigueras buscan incesantemente sus presas entre el follaje del sotobosque. La variedad de presas —orugas, hormigas, termitas, grillos, mariposas, moscas y abejorros, entre otros— y de estrategias para capturarlas, se refleja en la diversidad de tamaños y formas de los picos de las aves insectívoras. Por el contrario, las aves granívoras, como las palomas y tortolitas, son más bien escasas, debido a que la cobertura vegetal predominante es boscosa, con pocas y dispersas áreas despejadas de pastizales y gramíneas.

Las verdaderas «especializaciones» de la avifauna del Chocó Biogeográfico están sin duda en los grupos de las frugívoras y las nectarívoras, pues a estos grupos funcionales pertenecen las familias con mayor cantidad de endemismos regionales. Entre las primeras están los loros, los tinamúes, las pavas, los tucanes, los trogones o quetzales, las cotingas y las tángaras, que cumplen una función muy importante como diseminadores de semillas de muchas plantas. Las tángaras, en particular, muy diversas, coloridas y abundantes, recorren grandes distancias en bandadas, visitando los árboles del estrato alto del bosque que están en período de fructificación y dispersan sus semillas hacia lugares distantes. Los nectarívoros o melíferos —principalmente los colibríes— aunque de hábitos más solitarios y menos viajeros, conforman uno de los grupos más diversificados; varios de ellos, como los colibríes amazilia colirrojo y zafiro de Humboldt, se especializan en libar el néctar de ciertas flores, revolotean entre los manglares y polinizan sus flores. El pico de ciertos colibríes, curvado hacia abajo, delata su preferencia por las flores de las heliconias, mientras que los picos largos, rectos y delgados son característicos de especies que liban flores tubulares.

Finalmente, las aves rapaces tanto diurnas —halcones, gavilanes y águilas—, como nocturnas —buhos y lechuzas—, no son un grupo funcional particularmente diverso en la región, debido a que la mayoría de ellas requiere de amplios espacios abiertos o sin cobertura boscosa densa, para localizar sus presas. No obstante, es posible encontrar aquellas especies que cazan habitualmente presas que deambulan por el dosel de los bosques —ardillas, osos perezosos, micos e iguanas—, como la arpía, el águila coronada y el águila iguanera, o que acechan a sus presas entre la densa vegetación, como algunos halcones, un pequeño gavilán y las lechuzas.

LAS CÍCADAS, FÓSILES VIVIENTES DEL BOSQUE

Durante los períodos Triásico y Jurásico, hace más de 200 millones de años, cuando los dinosaurios dominaban la Tierra, cerca del 20% de las plantas terrestres existentes, pertenecía al grupo de las cicadáceas o cícadas, similares en apariencia a las palmas. Más tarde, con la llegada, rápida expansión y diversificación de las fanerógamas —plantas con flores—, su diversidad y abundancia fueron decayendo. La reducida cantidad de especies que aún existen —unas 310— y su restringida distribución en zonas tropicales de Australia, África y América, hacen pensar que el fin de su existencia no está lejano.

Después de la región meridional de México, el Chocó Biogeográfico es la región con mayor concentración de cícadas del mundo, algunas de ellas incluso muy comunes. De las 20 especies existentes en Colombia, al menos ocho están en el Chocó Biogeográfico colombiano, todas ellas pertenecientes al género Zamia y prácticamente endémicas de la región. Las más comunes son Zamia obliqua y Z. chigua, que se encuentran desde las zonas bajas del área central de la costa del Pacífico colombiano hasta Panamá. Otra especie común es Zamia roezlii, que se distribuye desde el delta del río San Juan hasta Ecuador y crece en terrenos pantanosos de la franja posterior de los manglares. Más restringida es la distribución de Z. manicata y de Z. diodon, en las zonas bajas de la serranía del Darién en Colombia y Panamá, así como la de Z. amplifolia, propia de la cuenca media y baja del río Anchicayá y aún más la de Z. montana y Z. wallisii, ambas conocidas únicamente en los bosques nublados de tierras altas, cerca de los límites entre los departamentos de Antioquia y Chocó.

La entrada de este género a Suramérica ocurrió muy probablemente desde el norte, a través del istmo de Panamá. La particular historia climática y geológica de la región, sumada al aislamiento causado por la elevación de las cordilleras, propició posiblemente la acumulación y creación de nuevas especies de Zamia en el Chocó Biogeográfico, algunas de las cuales lograron expandir su distribución y diferenciarse en los valles interandinos y en la Amazonia.

Aunque a primera vista parecen palmas enanas o helechos arborescentes, las cícadas son en realidad plantas muy primitivas que poco o ningún parentesco tienen con aquellas. Entre otras particularidades, tienen células espermáticas —análogas a los espermatozoides de los animales— que tienen movimiento propio. A diferencia de las semillas de las palmas como el coco y el chontaduro, que están encerradas dentro de un ovario, las de las cícadas están expuestas alrededor de estructuras similares a la mazorca del maíz, llamadas conos, que pueden alcanzar más de 50 cm de longitud y 10 kg de peso. Las cícadas tienen sexos separados; es decir, hay plantas macho y plantas hembra; por tal razón, las semillas fértiles son posibles sólo cuando hembras y machos crecen cerca unas de otros y maduran al mismo tiempo. Dado que la germinación de la semilla y el crecimiento de la planta son tan lentos, la reproducción tan irregular y la distribución geográfica de muchas especies tan limitada, no es de extrañar que la mayoría de las cícadas esté al borde de la extinción.

Como las plantas no pueden moverse, deben enfrentar el problema de hallar una pareja para reproducirse sexualmente y la solución está en delegar en algún intermediario la tarea de repartir el polen sobre otros individuos. Las plantas evolutivamente modernas —fanerógamas— han desarrollado las flores precisamente para atraer insectos o aves que cumplan esa tarea, mientras que las plantas más antiguas, como los helechos y las coníferas, deben dejar en manos del viento la probabilidad de reproducirse.

Investigadores de la Universidad de Utah, en los Estados Unidos, demostraron recientemente que algunas cícadas utilizan como estrategia para hacerse polinizar, a diminutos insectos voladores del orden Thysanoptera, en tanto que en otras especies intervienen abejas y pequeños escarabajos. Cada planta tiene un período de polinización de unas pocas semanas al año o cada varios años, según la especie, después del cual el cono se desintegra; durante ese período, se abren las escamas de los conos para permitir el acceso de los insectos al polen o a los óvulos. La planta masculina incrementa la temperatura del cono por unas cuantas horas, hasta unos 14 ºC por encima de la del ambiente, a la vez que libera una sustancia cuyo olor atrae los insectos; a medida que el cono se enfría, libera un olor desagradable para los insectos, ya impregnados de polen, obligándolos a abandonar los conos. Entre tanto, los conos de una planta femenina cercana pueden estar «en calor» liberando el aroma atrayente y permitiendo la entrada a los insectos impregnados; basta con que los conos hembra atraigan a unos pocos insectos —seducidos por el olor, aunque no obtengan recompensa esta vez, ya que en los conos hembra no hay polen y por lo tanto no encuentran alimento—, para que la polinización sea exitosa. Se trata de una relación simbiótica en la que los insectos obtienen alimento a cambio de efectuar la polinización; es probable que éstos se alimenten únicamente del polen de las cícadas y dependan enteramente de ellas para su existencia y viceversa.

El desarrollo y la maduración de las semillas, hacen que los conos se abran y se desprendan, esparciendo las semillas sobre el suelo; éstas tardan por lo general un buen tiempo en germinar y a no ser que entre en escena algún agente diseminador, lo hacen en torno a la planta madre. Al igual que las hojas y otras partes de la planta, las semillas de las cícadas contienen alcaloides y otras sustancias venenosas, por lo que los animales —ratones, murciélagos y algunas aves— que se vean atraídos por su coloración rosada o anaranjada y pretendan alimentarse de ellas y transportarlas a otros sitios, corren el riesgo de intoxicarse. Para proteger sus tallos, hojas y conos de los herbívoros, producen sustancias tóxicas, como la cicasina; sin embargo, las orugas de ciertas mariposas de la familia Lycaenidae se especializan en consumir estas plantas, para lo cual han desarrollado la capacidad de acumular en sus tejidos los venenos y neutralizar su efecto. De este modo, las orugas se vuelven venenosas para sus potenciales depredadores, a los que alertan del peligro mediante coloración llamativa —aposemática— rojo brillante, que contrasta con bandas blancas.

La chigua, como denominan los pobladores indígenas y afrodescendientes de la costa del Pacífico colombiano a los conos de las cícadas, es cosechada en los bosques de las zonas bajas; con el almidón de las semillas, sometido a un cuidadoso lavado para extraerle las toxinas, se elaboran «envueltos». Sin este proceso previo, el consumo de la chigua puede causar severos desórdenes neurológicos, que se manifiestan como una suerte de demencia y van acompañados de síntomas parecidos a los de la enfermedad de Parkinson.

LAS RANAS KOKOI, HISTRIONES BELICOSOS

De las aproximadamente 740 especies de ranas que existen en Colombia, unas 275 —37%— habitan la porción colombiana del Chocó Biogeográfico y al menos el 60% de ellas son endémicas de esta región. Ocho familias de ranas y sapos están representadas allí, pero las más diversificadas son las ranas de lluvia —familia Leptodactylidae, 116 especies—, las arborícolas o plataneras —Hylidae, 44 especies— y las venenosas o kokoi —Dendrobatidae, 39 especies—.

Las selvas húmedas de las tierras bajas y de las zonas inferiores de la cordillera Occidental son los escenarios que albergan mayor cantidad de ranas y sapos, seguidas por los bosques de las serranías costeras del Baudó y del Darién y los bosques nublados de la cordillera. Una cantidad considerable de las especies de ranas kokoi tienen áreas de distribución muy restringidas, como es el caso de Dendrobates occultator y Phyllobates terribilis, ambas conocidas únicamente en los bosques aledaños al río Saija, en el departamento del Cauca, y la Dendrobates altobueyensis, de las zonas más altas de la serranía del Baudó, así como otras nueve descubiertas recientemente en inmediaciones del Cerro Tacarcuna, en la serranía del Darién.

Hasta hace medio siglo, cuando las armas de fuego no estaban tan difundidas, los indígenas Embera y Waunana del Chocó empleaban la cerbatana, con la cual disparaban dardos envenenados para cazar aves, micos, venados, dantas y otros animales. El veneno de los dardos provenía, unas veces de un látex cocido que se extraía de una especie de mora y que llamaban Nakuru; otras, provenía de las secreciones de la piel de ciertas ranas de la familia Dendrobatidae, al que llamaban kokoi.

Uno de los grupos de animales emblemáticos del Chocó Biogeográfico colombiano son las ranas de la familia Dendrobatidae, conocidas como ranas kokoi o venenosas; existen en la región alrededor de 40 especies, pertenecientes a los géneros Colostethus, Dendrobates, Epidobates, Epipedobates, Minyobates y Phyllobates. Aunque el apelativo ranas kokoi se deriva del poderoso veneno que secretan, no todos los dendrobátidos son venenosos; los exudados cutáneos de las ranas Colostethus contienen concentraciones tan bajas de alcaloides tóxicos que no se las puede considerar venenosas; sin embargo, en la piel de las demás se han hallado por lo menos 20 tipos distintos de alcaloides. Entre ellos se cuenta la batracotoxina, uno de los venenos de origen animal más potentes que existe —presente en grandes cantidades en las especies del género Phyllobates— y la epibatidina, cuyas propiedades analgésicas superan por mucho a las de la morfina. A diferencia de las especies de Colostethus, que viven camufladas entre la hojarasca, la mayoría de las ranas kokoi exhiben coloración muy vistosa, generalmente amarilla, naranja, roja y azul, frecuentemente combinada con negro, la cual les advierte a sus potenciales depredadores sobre la peligrosidad del veneno y los disuade de cualquier intento de ataque.

Las toxinas de la piel de las ranas kokoi provienen del alimento que consumen, principalmente hormigas de la familia Myrmicidae. Al especializarse en una dieta basada en hormigas muy pequeñas, estas ranas tuvieron que adoptar también un tamaño reducido —las más grandes raras veces sobrepasan 6 cm— pero adquirieron la capacidad de acumular y amplificar las toxinas para defenderse de los depredadores y desarrollaron la coloración aposemática. Al poder mostrarse despreocupadamente, les fue posible adoptar hábitos diurnos para sincronizar su ritmo con el de sus presas y probablemente para evitar la competencia con las demás ranas.

Otra de las facetas interesantes de las ranas kokoi se relaciona con su reproducción. Moradoras del piso de los bosques, merodean durante el día entre la hojarasca, al acecho de hormigas y otros insectos pequeños, pero como son muy territoriales, defienden su entorno enconadamente frente a cualquier intruso, incluyendo sus congéneres: cuando dos machos se encuentran cerca, uno o ambos emiten chirridos que marcan el territorio, con la intención de disuadir al otro; si ninguno de los dos cede y se retira, ocurre un encuentro en el que ambos, para aparecer más grandes, se yerguen sobre sus patas delanteras; como si reaccionaran a una señal imperceptible, saltan simultáneamente uno contra el otro, a la vez que emiten un sonido agudo, una especie de «¡a la carga!»; chocan, se abrazan y se yerguen por instantes sobre sus ancas, luego dan uno o dos giros y vuelven a chocar, cada uno tratando de buscar la espalda del oponente para brincarle encima y doblegarlo contra el piso. El vencido abandona entonces el territorio.

Al aparearse, los machos cantan insistentemente emitiendo un chirrido particular para atraer únicamente a las hembras, que acuden al llamado sin temor de ser agredidas. Tras un ritual más o menos prolongado según la especie, que puede involucrar alardes de señales visuales consistentes en giros, saltos, movimientos de las extremidades y contacto físico, el macho conduce a la hembra a un lugar cercano, trepa sobre su espalda y la abraza simbolizando un acto nupcial, a la vez que la estimula mediante apretones y fricciones para que libere los huevos. A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las ranas, la hembra no pone los huevos en el agua, sino que los adhiere envueltos en una masa gelatinosa, a hojas o palos húmedos sobre el suelo del bosque. Más tarde, el macho, que carece de pene, los baña con semen para que se fecunden.

El macho o la hembra, según la especie, se encargan en los días siguientes de mantener los huevos húmedos y una vez estos eclosionan, transportar los renacuajos sobre sus espaldas hasta algún charco o hasta las cubetas de agua que se forman entre las hojas de una bromelia epífita, para que completen su desarrollo. Cuando el cuidado parental lo ejercen las hembras, éstas regresan periódicamente a vigilar sus crías y ponen algunos huevos adicionales, pero infértiles, de los cuales se alimentan los renacuajos hasta que, al cabo de 40 a 65 días, éstos completan la metamorfosis.

La muy elaborada historia de vida de las ranas kokoi es una entre muchas, pues todas y cada una de las especies tiene la suya, dotada de mayor o menor cantidad de facetas sorprendentes. En todo caso, esta historia, como cualquier otra, es un ejemplo de la insistente búsqueda de insospechadas alternativas, a veces tramposas, que la evolución pone a disposición para que cada cual encuentre la manera de imponerse en un escenario tan competido, donde parece imposible inventar algo nuevo. Cada cual debe luchar para no verse eliminado de la interminable carrera por la sobrevivencia.

 
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