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Cachivera Aracapurí en el río Vaupés, aguas abajo de Mitú, capital del departamento.
Un indígena lanza su atarraya a las turbulentas aguas del raudal Zamuro en el río Inírida, para capturar fácilmente los peces que tienen que nadar contra la corriente.
En Colombia, algunas caídas de agua cuentan con cierta infraestructura para el turismo escénico y de aventura. Salto del Tequendamita cerca de la población El Retiro, Antioquia.
 
CAPÍTULO 5
EL HOMBRE Y LAS CAÍDAS DE AGUA
 

El hombre ha sentido desde siempre la fascinación y el deslumbramiento frente a los diversos aspectos que adopta el agua en la naturaleza. Las sociedades antiguas poblaron de divinidades protectoras mares, ríos, lagos, fuentes y cascadas y veneraban aquellos lugares donde brotaba el agua de las entrañas de la tierra; el culto por las fuentes de agua y por su origen, sobrenatural para los pueblos tradicionales, está presente en mitos y leyendas, en cuentos populares y en el folclor de muchas culturas, en los que se evidencian el respeto y la fascinación por el agua.

EL ENCANTO DE LAS CAÍDAS DE AGUA

La admiración por las caídas de agua ha sido constante y ha perdurado en todos los pueblos. El hombre ha desarrollado una relación estrecha con estos fenómenos de la naturaleza que por su belleza han sido, desde siempre, fuente de inspiración para diversas expresiones artísticas y literarias puesto que reviven en quien las contempla sensaciones que están inscritas desde épocas muy antiguas en lo más profundo de su ser. Edward Rashleigh, autor de uno de los libros más conocidos sobre las caídas de agua, “Among the waterfalls of the world”, 1935, se refiere al “siempre cambiante encanto de las caídas de agua… que conmueve los oídos con sus mil variaciones de sonido, y los ojos con su irisada y constantemente cambiante belleza”.

Rita Barton, autora de otro clásico, “Waterfalls of the world: A pictorial survey”, 1974, expresa una admiración semejante: “el movimiento y la textura del agua cayendo, crean juntos un encanto del que uno nunca se cansa. Es una belleza instantánea, pasajera y a la vez tranquilizadoramente inmutable. Momento tras momento, estación tras estación, el río que salta cambia su voz, su humor, su aspecto, en respuesta sensitiva a los diversos elementos de su alrededor”. Ambos autores hacen énfasis en el constante cambio de apariencia y sonido de las caídas de agua, aspectos que encantan a quien los percibe.

Quizás uno de los mejores ejemplos que permiten entender la diversidad de sensaciones que produce una caída de agua es un fragmento del “Diario de viaje por los Alpes berneses, 1796” del filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel, cuando describe el Salto del Reichenbach: “… El agua, colándose arriba por un estrecho paso en la roca, cae luego a plomo en ondas cada vez más amplias, que arrastran constantemente hacia abajo la mirada del espectador; pero éste nunca consigue fijarlas, perseguirlas, pues su imagen, su figura se volatiliza a cada momento y a cada momento es sustituida por otra, viendo en esta cascada constantemente la misma imagen y que a la vez no es la misma. Después que las olas han descendido —más que caído— una altura considerable, chocan contra las rocas y se introducen espumando en tres o cuatro agujeros, para luego reunirse y caer estruendosamente en un abismo cuya profundidad ya es inasequible para la vista, pues se interponen las peñas”. Es evidente que la conjugación de permanencia y constante cambio, le causaron al autor un inmenso deleite, porque quizás es en esta combinación donde radica el encanto de las cascadas, que evitan la excitación extrema o la sensación de monotonía, al igual que ocurre con la contemplación del mar, de las llamas de una hoguera o de una corriente de agua durante largo tiempo, situaciones que tranquilizan el espíritu y conducen a la ensoñación.

Las corrientes, las caídas de agua y el oleaje que rompe contra la costa de los acantilados, producen un impacto en la sensibilidad, pues el movimiento del agua que cae, que se atomiza y se alza arremolinada con un ruido incesante, acorde con la magnitud y la forma de la caída de agua o del estado del tiempo, embelesa y es sobrecogedor, a diferencia de la sensación que produce un río, que discurre mansamente. Es posible que buena parte de la fascinación producida por las caídas de agua, tenga su explicación en el balance sutil entre inmutabilidad y cambio, calma y movimiento, espacio y tiempo.

El proceso de ionización negativa del aire —cuando sus moléculas se cargan con electrones o iones negativos— o efecto Lehnard, en honor a su descubridor, Philip Lehnard, Premio Nobel de física en 1905, se produce constantemente en la naturaleza a través de las descargas eléctricas durante las tormentas y por la fricción del agua que cae como lluvia o que se precipita por una cascada. Diversos estudios han demostrado que cuando el aire tiene una carga eléctrica excesivamente positiva —cuando predominan las partículas con carga positiva, o protones, sobre las de carga negativa, o electrones— produce efectos perturbadores sobre nuestra salud. Al contrario, cuando predominan las cargas negativas, se favorecen la relajación y el buen funcionamiento del organismo.

El aire corriente que respiramos contiene en promedio entre 1.000 y 2.000 iones negativos por centímetro cúbico, mientras que en el aire cercano a los saltos caudalosos de agua, se han registrado hasta 100.000. Es muy probable que el Efecto Lehnard tenga también relación con la fascinación y sensación de bienestar que se siente ante la presencia de las caídas de agua.

LAS CAÍDAS DE AGUA COMO OBJETO DE CONTEMPLACIÓN

Las caídas de agua han producido serenidad espiritual y han inspirado a escritores, pintores y poetas, desde tiempos antiguos hasta nuestra época y en todos los continentes.

En la Europa de los siglos XVIII y XIX, se hizo muy fuerte el gusto por el paisaje, que se plasmó tanto en la literatura como en la plástica. Los viajeros europeos que buscaban la experiencia de conocer gentes y paisajes desconocidos, tanto en el viejo continente como en las colonias y en lugares exóticos, registraban las escenas que iban observando, en escritos, dibujos y pinturas. Producto de ello fueron las descripciones de Alexander von Humboldt y los grabados y dibujos de Édouard Riou. Entre los más representativos artistas viajeros que formaron parte de la Comisión Corográfica, podemos mencionar a Walhous Mark, Albert Berg, Alfredo J. Gustin, Carmelo Fernández y Enrique Price; ellos, como otros artistas, exaltaron la imponente belleza de caídas de agua y raudales de la América meridional —el salto del Tequendama, las cascadas de Nariño y los raudales del Orinoco.

Diversos pintores de la primera mitad del siglo XX, como también fotógrafos y grabadores, se interesaron por las caídas de agua como motivo central o como telón de fondo de sus obras y también han sido una constante fuente de inspiración para la creación literaria; por ejemplo, la cascada Staubbachfall, en cercanías de Lauterbrunnen, Suiza, inspiró el poema de Johann W. von Goethe “Canto de los espíritus sobre las aguas”:

…Desde las alturas brota,
cae por la abrupta roca
la límpida cascada,
que se pulveriza
en vaporosas gotitas
sobre la superficie pétrea,
la toca apenas
y ondeante como un velo
cae de nuevo con un rumor
hacia lo hondo del abismo.

En la poesía y en la pintura de las culturas orientales, las caídas de agua tienen un significado de profunda espiritualidad.

Para G. W. F. Hegel, las cascadas fueron tal vez los fenómenos de la naturaleza que más lo conmovieron. Su contemplación despertó en él la reflexión sobre el devenir: “…..El Aar forma algunas cascadas soberbias, que se desploman con terrible fuerza. Sobre una de ellas salta un audaz puente, en el que la espuma salpica al viajero por completo. Desde él se ve de cerca el tremendo ímpetu con que las ondas se precipitan contra los salientes de roca, sin comprender uno cómo pueden resistir esta furia”.

MITOS Y LEYENDAS

El agua y su eterna génesis está en el centro del universo mágico y terrenal. El agua es el líquido de la vida, de la regeneración y el cambio. A ella se han asociado miles de seres mitológicos que pueblan el océano, los manantiales y las caídas de agua. En torno a estas últimas es inmensa la cantidad de mitos, leyendas y agüeros que se han tejido en todas las culturas.

Las Náyades, ninfas de las fuentes y manantiales en la mitología griega, son representadas como unas jóvenes apoyadas sobre una urna de la que sale una cascada. Las islas británicas, los países germánicos y el mundo céltico son particularmente ricos en leyendas relacionadas con el agua. Buen reflejo de ello es el gran número de ríos míticos que rodean el reino de Hel y las moradas de los dioses, así como el culto rendido a ciertas cascadas de las que nos hablan las sagas. En la mitología germánico-escandinava, se llamaba ondinas a las ninfas acuáticas de espectacular belleza que habitaban en los lagos, ríos, cascadas o fuentes. A partir del siglo XVIII, con el auge del cuento fantástico alemán que rápidamente se extendió por toda Europa, las ondinas se convirtieron en figuras literarias. En Noruega vivía Glaistig, una mujer de bello rostro, torso humano y extremidades de cabra, que habitaba en la oscuridad detrás de una catarata y era malvada; Stromkarl, hada de la música, vivía también en una cascada y compuso once tonadas para danzar, diez de las cuales enseñó a todos los hombres y se reservó una para aquel que lograra enamorarla.

No es de extrañar que en la vasta América, donde abundan las caídas de agua y los raudales y es inmensa la diversidad de culturas, haya mitos y leyendas que tienen relación con estas expresiones de la naturaleza. Muchos de ellos se refieren al origen mismo del fenómeno. Los raudales de Atures y Maipures, en el Orinoco, por ejemplo, se formaron, porque un padre desesperado quería recuperar a sus hijos, víctimas de una maldición. Cuenta la leyenda que el padre era un prodigioso pescador que estaba obligado a guardar el secreto de la forma como obtenía los peces; si lo divulgaba, sería víctima de una terrible maldición. Un día, enternecido por la bondad de sus dos hijos, faltó a su obligación y a la mañana siguiente, cuando los hijos se bañaban en el río, se convirtieron en toninas —delfines rosados—. Era el castigo por haber dado a conocer el secreto. Al ver esto, y para evitar que sus hijos se alejaran del lugar, el padre decidió bloquearles el paso arrojando al río una gran cantidad de piedras y troncos en dos lugares: Atures y Maipures, para confinarlos en su cercanía. Sin embargo, las toninas vencieron la barrera y se alejaron para siempre hacia la desembocadura del Orinoco.

Sobre el origen de las cataratas de Iguazú existe una hermosa leyenda guaraní: a orillas del río Iguazú vivía una gigantesca anaconda llamada Mbói, a la que todos los años se ofrecía en sacrificio una bella mujer. El joven Tarobá, enamorado de la hermosa Naipí, que había sido elegida como ofrenda a Mbói, decidió secuestrarla y huyó con ella aguas arriba. Mbói, enfurecida, se revolcó tan violentamente en el río que la tierra tembló y se formaron los escarpes que dieron origen a las cataratas. Como castigo, Tarobá y Naipí fueron convertidos en árboles por Mbói, quien los sembró en orillas opuestas al borde de las cascadas. Mbói habita escondida detrás de la catarata más grande vigilando que los amantes se mantengan separados; sin embargo, en los días soleados, Tarobá y Naipí se unen mediante un arco iris que se tiende entre las dos orillas del río y cumplen sus deseos reprimidos.

Según los Muiscas, el mito habla de Bochica, un anciano alto, de tez blanca y barba muy larga, que apareció por el oriente de la Sabana y durante un tiempo les dio normas para que vivieran en paz y honradamente, les enseñó a hilar el algodón y a tejer mantas, a sembrar el maíz y a orar; después se marchó y ellos olvidaron sus enseñanzas; el castigo que recibieron fue un diluvio que duró muchos días, arruinó las cosechas y destruyó los poblados. Desesperados pidieron ayuda a Bochica y él se apiadó de sus súplicas; se dirigió a donde termina el altiplano, quebró la roca con su vara y al volcarse el agua por el abismo, se formó un hermoso salto del que se desprendía abundante espuma.

Otra leyenda de los Andes venezolanos, cuenta el origen de la cascada de Bailadores: la princesa Carú, hija del cacique Toquisai, iba a casarse con el hijo del cacique de los Mocotíes, un apuesto y valiente guerrero. La ceremonia fue interrumpida por las voces de alarma de los centinelas, pues se aproximaban en son de guerra unos seres extraños que avanzaban por la orilla de la quebrada, montados en unas bestias enormes. Pronto se entabló una feroz batalla en la que el novio encontró la muerte. Un profundo dolor rompió el alma de Carú, quien cargó el cuerpo de su amado cerro arriba para llegar a la cumbre, donde moraba la divinidad, e implorarle que le devolviera la vida, pero al tercer día desfalleció, no pudo proseguir más y, abrazada al cuerpo de su amado, murió. El dios de la montaña recogió sus lágrimas y las arrojó al espacio para que su pueblo y todos los que habitaran después esas tierras, conocieran y recordaran la suerte de Carú: “Y allí está la bellísima cascada de Bailadores, lágrimas eternas de Carú, sollozo inagotable del corazón indígena”, escribió el poeta venezolano Antonio Pérez–Esclarín.

Para los indígenas Desana de la Amazonia colombiana, todos los animales están sometidos a kêgê —dueño de los animales—, que habita en los raudales, desde donde rige la proliferación de las diferentes especies. El salto de Gocta, el más alto de Perú, está rodeado de leyendas; la principal es la de una especie de sirena rubia que vive allí custodiando una vasija de oro en compañía de una gran serpiente. La cascada de Peguche, cerca de Otavalo, en Ecuador, es un sitio ritual a donde acude la gente en vísperas de las festividades de Inti Raymi para darse un baño sagrado que los prepara espiritualmente para celebrar las fiestas; la leyenda dice que en su interior se halla una paila de oro custodiada por el diablo y dos perros negros. La cascada El Velo de la Novia, en Peulla, Chile, se despeña desde gran altura por entre el verdor de la naturaleza; según la creencia de los lugareños, los enamorados que visitan esta cascada deben beber tres sorbos de agua, con fe, para lograr el matrimonio.  

LA BONANZA DE LOS RAUDALES

Los raudales de los grandes ríos de Suramérica, en particular los que vierten sus aguas al Orinoco, al Amazonas y al mar Caribe, son por lo general trampas naturales que impiden u obstaculizan el paso de los peces durante sus migraciones reproductivas —subiendas— que emprenden cada año aguas arriba, durante las épocas de mayor caudal. El represamiento del flujo migratorio en esos puntos, es aprovechado por gran variedad de animales oportunistas, entre ellos el hombre, para capturar los peces.

La pesca ha suministrado tradicionalmente buena parte del sustento y de la economía doméstica a los pobladores ribereños de los grandes ríos y éstos han aprendido a aprovechar la bonanza piscícola de los raudales. Quizás el caso más conocido en Colombia es el de la “subienda” de pescado que ocurre anualmente entre febrero y abril en la población de Honda, departamento del Tolima. Allí, los raudales del Río Magdalena presentan un desnivel de 69 metros que obliga a los peces que remontan sus aguas a dejar el curso central y tomar las orillas, lo que facilita su captura por parte miles de pescadores locales y venidos de otras regiones del país. Hasta hace unos diez años, las capturas alcanzaban miles de toneladas cada año y surtían de pescados como bagre, bocachico, capaz, nicuro y otras especies, a gran parte de los mercados de las ciudades de la región andina, especialmente para la Semana Santa. Sin embargo, el exceso de captura y la contaminación de las aguas han reducido ostensiblemente el rendimiento y las poblaciones de varias especies están hoy en día colapsadas. Aunque los pescadores han visto menguados sus ingreos, en Honda se continúa celebrando todos los años, entre febrero y mayo, el tradicional Carnaval de la Subienda, evento que atrae pescadores y turistas de todo el país.

En los ríos Caquetá, Guainía, Inírida y Vaupés de la Orinoquia y Amazonia de Colombia, al igual que en otros ríos amazónicos de Ecuador, Perú y Bolivia, la pesca es una actividad cotidiana, generalmente masculina, que suele practicarse en los raudales y representa un complemento regular de la dieta indígena, principalmente en la época de subienda.

En el Yuruparí y otros raudales del río Vaupés, llamados localmente “cachiveras”, se aprovecha la subienda, llamada localmente “pirasemo”, para colocar nasas de madera denominadas “matapí” y “cacurí”, así como redes tejidas con fibra de la palma cumare, anudadas en raquetas, con arcos, flechas y trampas de gran tamaño, a manera de puentes, para atrapar pirañas, valentones o pirahibas, bagres, palometas, guaracues, pacues y otros peces, en épocas de abundancia. Algunas rocas del raudal Yuruparí están grabadas con figuras alusivas a la actividad pesquera y al origen de los indígenas, relacionado con los peces.

LAS CAÍDAS DE AGUA COMO RECURSO TURÍSTICO

Es evidente que las caídas de agua son un objeto de contemplación y disfrute en todo el mundo, como lo demuestra la cantidad de literatura de viajes y las guías turísticas que resaltan los lugares donde se presenta este fenómeno. Esa atracción, sumada a las facilidades de transporte y al auge del turismo ecológico de los últimos años, ha incrementado considerablemente la cantidad de visitantes a ciertas caídas de agua y la explotación de esos paisajes escénicos para la recreación y el turismo.

Existen incluso verdaderos aficionados, amantes y fanáticos de las caídas de agua, que viajan por el mundo “coleccionando” saltos, cataratas y cascadas. Las cataratas del Niágara eran ya desde las primeras décadas del siglo XX una atracción turística y paso obligado para muchas parejas estadounidenses durante su viaje de bodas; luego, la cantidad de visitantes creció vertiginosamente después del estreno de la película Niágara (1953), protagonizada por Marilyn Monroe; con el crecimiento del turismo internacional, las visitas anuales a estas cataratas superaron los 14 millones de turistas en el año 2003. Aunque en menor grado, las cataratas de Iguazú y de Victoria también han experimentado un importante incremento en el número de visitantes.

El gusto por el paisaje ha contribuido al desarrollo de muchos destinos turísticos donde las caídas de agua en sí mismas son la principal atracción, o donde éstas hacen parte importante del paisaje, como en los parques naturales de Yosemite y Yellowstone y en algunos parajes de Suiza, Islandia, Noruega y Nueva Zelanda. Allí, las caídas de agua son tan atractivas que han propiciado el desarrollo de una considerable infraestructura turística en sus alrededores y justifican largos viajes; la oferta de actividades complementarias se amplía en ocasiones, con el auge de actividades como canotaje y balsaje por los rápidos, torrentismo o escalada de caídas de agua y bungee jumping.

En Colombia, el turismo de caídas de agua es aún incipiente. El Salto del Tequendama fue por años un ícono representativo del paisaje de los alrededores de Bogotá y un destino usual para residentes y turistas, pero, con la reducción del caudal y la contaminación del río Bogotá, ha menguado el número de visitantes. En años recientes, la región de Santander, donde abundan los rápidos, las cuevas y las caídas de agua, se ha convertido en epicentro del turismo escénico y de aventura. La Cascada de Juan Curí, en el municipio de San Gil atrae anualmente a miles de turistas que desean contemplar el agua que se despeña por la pared y aprovechan para bañarse en el pozo de su base o para practicar el torrentismo, deporte que consiste en descolgarse por el precipico, en medio del torrente, atado a un lazo. El salto de La Chorrera en Choachí, Cundinamarca, el Salto del Tequendamita en Antioquia, el Salto de Bordones en el Huila, y las Ventanas de Tisquizoque en Santander, son otras caídas de agua que se han convertido en atracciones turísticas de renombre.

Algunas caídas de agua atraen a los visitantes por ciertos atributos prácticos más que por su belleza escénica. Es el caso de las cascadas de Santa Rosa, en Risaralda, que además de bellas, como La Cristalina, se han formado por un arroyo termal con propiedades medicinales. Los agüeros tejidos en torno a ciertas caídas de agua se han convertido en motivo para visitarlas, como ocurre con la cascada El Velo de La Novia, en Chile, a donde acuden las parejas de novios para fortalecer su vínculo amoroso.

RAUDALES Y CAÍDAS DE AGUA COMO FUENTE DE ENRGÍA

El hombre ha sabido aprovechar para su propio beneficio la fuerza del agua que fluye naturalmente. Antes de la utilización de la electricidad, las caídas de agua se usaron para mover turbinas que impulsaban molinos harineros. Esas máquinas eran tan eficientes que aun se siguen empleando, y fueron las que sentaron las bases para el desarrollo de los modernos generadores de electricidad, a partir de la fuerza hidraúlica. La hidroelectricidad —transformación de la energía cinética o fuerza del agua en energía eléctrica—, se logra aprovechando el impulso que adquiere un caudal de agua al descender desde un punto a otro, el cual hace girar unas turbinas que, a su vez, ponen en funcionamiento los generadores eléctricos. Cuanto mayor sea la altura del punto desde donde cae el agua, mayor fuerza adquiere ésta para mover las turbinas y, en consecuencia, se genera más energía eléctrica. Una de las mayores ventajas de esta forma de generación de energía, es que es renovable y limpia, pues no produce, como lo hacen los combustibles fósiles, los gases contaminantes ni de efecto invernadero que calientan la atmósfera.

Aunque la mayoría de la hidroelectricidad que se genera actualmente proviene de caídas de agua creadas por el hombre, las naturales fueron su modelo y junto a ellas se establecieron poblaciones, por su potencial como fuente primaria de energía, pues las turbinas instaladas en la parte baja de la caída de agua producían energía suficiente para iluminar los poblados. Aún hoy, un gran número de cascadas se aprovechan para producir electricidad; por ejemplo, las cataratas del Niágara se utilizan para tal propósito desde 1853 y era tal su eficiencia que en 1881 suministraban suficiente electricidad para iluminar las cataratas y los poblados cercanos. Poco después, con el descubrimiento de la corriente alterna, que posibilitó la transferencia de electricidad a largas distancias, dichas cataratas suministraron energía a varias ciudades de Estados Unidos y Canadá, localizadas en un radio de 30 km. Actualmente, más de la mitad del caudal del río Niágara es desviado a través de cuatro grandes túneles que conducen el agua hasta las turbinas que abastecen de energía las áreas vecinas de ambos países, antes de retornar el agua al río.

El aprovechamiento de las caídas naturales de agua, sigue siendo una alternativa eficiente y limpia para la generación de electricidad en muchas zonas rurales, privilegiadas por la presencia de accidentados relieves y abundancia de corrientes de agua. Lamentablemente muchas de estas zonas dependen de plantas generadoras que utilizan combustible para producir electricidad, principalmente en las pequeñas poblaciones apartadas que se encuentran a lo largo de la costa del Pacífico, el piedemonte amazónico de la cordillera Oriental, la Amazonia y la Orinoquia y la Sierra Nevada de Santa Marta.

Los raudales de los ríos caudalosos, aunque su desnivel no es muy grande, representan también una buena oportunidad para generar electricidad, aunque en cantidades modestas. La pequeña Central hidroeléctrica de Mitú, en la Amazonia colombiana, es un proyecto en construcción que busca aprovechar el pequeño desnivel de 3,5 metros del raudal o cachivera de Santa Cruz, en el Río Vaupés, para generar, al menos 2.000 kilowatios que suministrarán electricidad las 24 horas del día a cerca de 16.000 habitantes. Es un claro ejemplo de como con modernas tecnologías y el caudal de los ríos, se pueden satisfacer las necesidades de las comunidades más apartadas.

 
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