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CAPÍTULO 1

VISIÓN DE UNA CONQUISTA

 

Los primeros pobladores que llegaron a la América del Sur atravesaron el territorio de la actual Colombia; eran cazadores-recolectores que se desplazaban en busca de mejores climas y los encontraron en esta zona donde las glaciaciones habían sido benignas y donde había una rica y variada fauna. Más tarde llegaron diversas oleadas migratorias que se establecieron en varios puntos de nuestra geografía y dieron origen a culturas tan avanzadas como la de los agustinianos en el sur o los quimbayas en la cordillera Central. Los muiscas, un grupo de filiación lingüística Chibcha, al desplazarse por la cordillera, crearon un núcleo poblacional altamente desarrollado, que ocupó las tierras altas de los actuales departamentos de Cundinamarca y Boyacá. Los taironas, también pertenecientes a esta familia lingüística, ocuparon las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, donde desarrollaron una de las más originales y avanzadas culturas del continente. Los Arawak llegaron procedentes de la Amazonia; los yurumanguíes de Norteamérica, los sálibas y makus de oriente y otros grupos inmigrantes del Pacífico poblaron las costas de Tumaco, Esmeraldas, Catanguero y Gorgona. Estas oleadas migratorias concluyeron durante el siglo VIII con la invasión del grupo Karib y más tarde con la conquista española que se inició con el descubrimiento en 1492 y concluyó a mediados del siglo XVI, cuando una vez dominado el continente, se estableció la Colonia.

Tanto el grupo Karib, como los conquistadores españoles utilizaron como ruta de penetración la arteria más importante de la cuenca del Caribe: el Río Grande de La Magdalena, que permitió a los Karib, la creación de una serie de asentamientos ribereños dispersos y una prolongada utilización de un territorio pródigo en recursos, como la selva húmeda tropical de las riberas de la cuenca, ambiente muy parecido al de su lugar de origen en las zonas bajas del Amazonas. Los ibéricos, por su parte, al penetrar al interior de esta zona, intermedia entre Perú y México, establecieron una de las vías de desplazamiento y comercio más importantes del Nuevo Reino y erigieron la capital en el imperio de la sal y las esmeraldas, aprovechando la organización de los muiscas, un pueblo cuya jerarquización política y social facilitó la imposición del poderío colonial español.

Rodrigo de Bastidas y Juan de La Cosa consignaron en su bitácora lo que habían visto en su travesía frente a las costas de la actual Colombia: la montaña más grande y esplendorosa, que servía de faro y guía en su desplazamiento desde el Cabo de la Vela hacia el occidente, llamada por los indígenas Citurna o país de las nieves y que los españoles bautizaron después Sierra Nevada de Santa Marta; la bahía más tranquila y cristalina, donde se fundaría en 1525 la ciudad de Santa Marta y la desembocadura de un majestuoso río, cuyo delta pretendieron remontar varias veces sin ningún éxito, al cual llamaron Río Grande de La Magdalena.

DESCUBRIMIENTO DEL KARICALÍ O RÍO GRANDE DE LA MAGDALENA

En los comienzos de la empresa conquistadora se había descubierto un enjambre de islas en la cuenca del que denominaron mar Caribe, por la gran cantidad de comunidades y grupos indígenas caníbales o caríbales. La conquista se esparció por las tierras de este mundo sorprendente, nuevo y misterioso, cuyas características fueron descritas por los Cronistas de Indias, hombres de sensibilidad admirable, que formaban parte de las expediciones y que en sus escritos dejaron constancia de los hechos de la conquista, de las costumbres de sus habitantes, de la naturaleza y la geografía de las regiones que iban descubriendo; dichas crónicas constituyen las primeras expresiones de la historia y la literatura de Hispanoamérica.
Desde 1501 el interés por remontar las bocas del río era cada vez más fuerte; pero la gran dificultad consistía en atravesar las aguas de la bocana en unas embarcaciones inadecuadas y defenderse de los temibles chimilas del costado oriental y de los aguerridos turbacos y calamaríes del occidente, grupos de origen Karib que constantemente atacaban a los españoles. Así, este río desconocido podría ser una fatal aventura, a menos que contaran con la debida protección militar y los abastecimientos necesarios.

Se creía que el gran río era seguramente la vía más corta hacia el Perú y al Mar del Sur; estos espejismos de riqueza impulsaban a los españoles y aumentaban la agresividad de los indios que no daban paso a la penetración por la ruta fluvial, conocida por algunos aborígenes como el «Gran Karacalí» cuyo significado es «el gran río de los caimanes», en lengua Karib.

Mientras se llevaban a cabo nuevos descubrimientos y conquistas en todo el continente, Rodrigo de Bastidas fundó Santa Marta en 1525, cerca de la desembocadura del Río Grande de La Magdalena, el cual aún no había sido posible remontar. Comenzó entonces la gran aventura para llegar, como referían algunos indígenas de la costa, por el turbulento río, a las tierras míticas de El Dorado. El conquistador Rodrigo Álvarez de Palomino, quien gobernaba Santa Marta, organizó una expedición hacia el fantástico Perú, dirigiéndose por tierra hacia el sur; sin embargo, poco después de haber iniciado la travesía, murió ahogado en un río que baja de la Sierra Nevada y que ahora se llama río Palomino.

La situación en Santa Marta era insostenible pues los indígenas, incapaces de seguir resistiendo la explotación de los españoles, abandonaron los cultivos y huyeron hacia las altas cumbres de la Sierra Nevada, lo que produjo el hambre y la muerte entre el ejército. El Consejo de Indias nombró entonces a García de Lerma gobernador de Santa Marta, pero este fue incapaz de poner orden en la región; se produjeron varias expediciones en busca de comida y de botín, las cuales, a pesar de su anarquía, permitieron el conocimiento del área. El sobrino del gobernador, Pedro de Lerma pudo encontrar un camino por tierra hacia el Magdalena, cuyo acceso por la desembocadura había sido imposible hasta entonces; circunvaló la Sierra, llegó al nacimiento del río Cesar y bajó por el Valle de Upar hasta su desembocadura en el Río Grande. Entre tanto, dos navegantes, el portugués Jerónimo Melo y el español Rodrigo Llano descubrieron una vía de acceso con navíos por el estuario del Magdalena y gracias a la ayuda de un cacique de estos territorios, pudieron llegar hasta cien leguas, aguas arriba. Se había encontrado la vía de penetración al interior, tanto por tierra como por agua; lamentablemente García de Lerma murió en 1534, sin conocer los resultados de la anhelada expedición.

Para remplazarlo, se nombró al adelantado y gobernador de las Islas Canarias, Pedro Fernández de Lugo, a quien se encomendó la misión de continuar con las exploraciones para remontar el río. Entre quienes vinieron de España para formar parte de esta nueva expedición estaba el licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, quien al llegar a Santa Marta encontró una situación desesperada: los españoles carecían de alimentos y los ataques de los indígenas no cesaban; en estas circunstancias se organizó la expedición a «tierradentro». Fernández de Lugo determinó que unos 600 hombres acompañados de indios cargueros y caballos irían a pie para que alcanzaran la orilla del Magdalena en un lugar alejado de la desembocadura y evitar así los manglares, ciénagas y afluentes del río. El resto de la expedición iría en los bergantines con los bastimentos y los dos contingentes se reunirían a orillas del río.

La expedición al mando de Jiménez de Quesada partió el 5 de abril de 1536, circunvaló la Sierra Nevada, siguió al valle del río Cesar y llegó a Chiriguaná y a Tamalameque a orillas del río; la travesía fue tan difícil a causa del hambre, las enfermedades, los mosquitos, las hierbas venenosas y toda clase de alimañas, que apenas una tercera parte de los hombres pudo sobrevivir y nunca se encontraron con los bergantines que, al mando del capitán Pedro de Urbina, no pudieron franquear la desembocadura; algunas de sus naves naufragaron y el resto se dispersó.

A finales de julio, Jiménez de Quesada y sus hombres prosiguieron la marcha Magdalena arriba cruzando ciénagas, manglares y desembocaduras de ríos, hasta que en el mes de octubre, en la Tora —actualmente Barrancabermeja—, lugar de confluencia de varios ríos, en las cercanías del río Opón, se encontraron con la flota que había remplazado a la de Urbina y que iba al mando de Fernández Gallego. Estos enormes bergantines comenzaron a subir lentamente por el segmento llano del río llamado Karacalí o Caripuña en lengua Karib —Bajo Magdalena—, con las barandas de cubierta envueltas con toldos y con las velas de repuesto, a fin de evitar los flechazos certeros de los indios que se refugiaban en la espesura de la selva. Con cañonazos se abrían camino entre las plagas ribereñas y el gran número de caimanes —los karares dieron el nombre de Karacalí al río por la cantidad de caimanes que había en sus aguas y sobre sus orillas—.

La selva era infranqueable a lado y lado y cuando la espesura se abría en las orillas era porque había una masa de juncos y plantas herbáceas típicas del pantano o un terreno yermo, húmedo y movedizo, poblado de animales desconocidos, que sólo en ocasiones les permitían calmar el hambre.

Antes de llegar a la Tora, los expedicionarios al mando de Jiménez de Quesada habían encontrado poblaciones indígenas bien abastecidas, indígenas vestidos y lo más sorprendente, sal en panes compactos, lo cual era señal de su procedencia minera y de un pueblo que la consumía y era capaz de procesarla. A finales de diciembre el ejército de tierra continuó su marcha por la cordillera y en el río quedaron los bergantines del capitán Gallego, quien luego regresó a Santa Marta. Así, la expedición de Jiménez de Quesada continuó avanzando por los caminos indígenas que los conducían hacia esa

.............«¡Tierra de oro, tierra bastecida,
.............Tierra para hacer perpetua casa,
.............Tierra con abundancia de comida,
.............Tierra de grandes pueblos, tierra rasa,
.............Tierra donde se ve gente vestida,
.............Y a sus tiempos no sabe mal la brasa;
.............Tierra de bendición, clara y serena,
.............Tierra que pone fin a nuestra pena!


A comienzos de marzo de 1537 pasaron por Vélez y por el valle de Moniquirá hasta llegar a la meseta muisca donde consiguieron un cuantioso botín; hacia finales del mes arribaron a la Sabana de Bogotá, a la que llamaron Valle de los Alcázares. Quesada había logrado, no la ruta más corta hacia el Perú, sino el arribo a los pueblos de la sal. Tampoco podía divisar desde las altas cumbres los mares del sur, como había asegurado el gobernador de Santa Marta, pero con la llegada al altiplano, la fundación de Santa Fe, las exploraciones que remontaron las cumbres del Sumapaz para descender nuevamente a las llanuras de la actual población de Girardot y las diversas expediciones que se emprendieron hacía el sur, quedó demostrada la importancia y la singularidad de este territorio eminentemente montañoso. Sólo muchos años después los españoles y en general los cartógrafos europeos, pudieron descifrar la intrincada topografía y la verdadera dimensión de los valles interandinos del Magdalena y el Cauca. El descubrimiento del nacimiento del Magdalena, en el que se denominó más tarde Macizo Colombiano, se realizó muchos años después.

EL ENCUENTRO CON LA CUENCA DEL MAGDALENA

Los grupos indígenas guasanebucanes, chimilas, turbacos, calamaríes, palaguas, guriguanaes, pantagoras, cimitarras, muzos, yareguíes, carates, opones, tapajes y carares, habitaban el río conocido por ellos como Caripuña en el segmento entre La Tora y su desembocadura. Los tres últimos grupos, más familiarizados con el intercambio de mercancías entre el altiplano muisca, guane, lache —grupos Macrochibchas— y otros segmentos del río —tanto hacia arriba como hacia abajo—, le daban a la vastedad de la arteria fluvial que facilitaba sus andanzas entre las temibles tribus ribereñas, el nombre de Karacalí —Bajo Magdalena—. Para los gualíes, guarinoes, panches, pijaos, sutagaos, e incluso para los mismos colimas y tapajes y los demás grupos Karib del valle central, el rió se llamaba Yuma —Medio Magdalena— y en las partes altas, donde se asentaron los yanaconas y pijaos y sus antecesores, artífices de la cultura selvática tropical agustiniana, el río se llamó de Huancayo —Alto Magdalena— o río de las tumbas.

Al penetrar el valle del Magdalena desde su desembocadura cenagosa y llena de caimanes o yacarés, de manatíes o «pejebuey» como los denominaron, los españoles pudieron contemplar una naturaleza rica, desconocida y fascinante; plantas y animales que parecían seres del comienzo de la creación, habitantes de escenarios fantásticos donde los paisajes se sucedían de una forma tan rápida y diferente, que era difícil comprender cómo se podía pasar de un ambiente lacustre a una selva húmeda tropical y a un bosque alto andino que remataba en páramos y nieves perpetuas.

El Magdalena y el Cauca, ríos interdependientes y alimentadores principales de la cuenca del Caribe, confluían en medio de una intrincada fisiografía que les permitió a los conquistadores vislumbrar la prodigiosa abundancia de agua en medio de una formación montañosa que con sus tres grandes ramales de alturas insospechadas, atravesaba ese mundo recién descubierto; era una parte de la gran cordillera que llamaron de Los Andes. El descubrimiento de ese nuevo mundo abrió el camino que permitiría comprender que el planeta era más complejo y vasto de lo que se había creído hasta entonces.

UN MUNDO FASCINANTE

En su recorrido hacia el interior del país por la arteria fluvial, testigo desde entonces de múltiples acontecimientos, los conquistadores encontraron un mundo exuberante, sorprendente y desconocido, que quedó plasmado en los relatos que dan cuenta de su asombro ante el descubrimiento de un nuevo mundo.

Los españoles consideraban al yacaré o caimán, un gran pez que llevaba el cuero tan duro que «no se puede herir con cuchillo o con flecha… es tan grande que hace daño a todos los demás peces. Los huevos los despide o pone sobre la orilla a dos o tres pasos del río. Este pescado es bueno para comer, especialmente la cola que es la mejor parte». Tanto aterrorizó el caimán a los europeos, que en algunas crónicas dicen «allá entre nosotros se cree que este pez yacaré es un animal tan sumamente espantoso que envenena y hace gran daño en las Indias y se dice que cuando este pez sopla su aliento sobre alguno, este debe morir». Por su parte el pejebuey o manatí fue descrito por ellos de múltiples formas: …«vivían criaturas con cabeza humana y cola de pescado que andaban en las ensenadas y bahías armados de arcos y flechas y comían carne humana..». También creían que el manatí era una «sirena de cola de pescado y cabeza humana con pechos en el vientre», y que en estas aguas cenagosas del Magdalena «entre todos los peces, como un rey se señorea y está poblado en todo el río, pescado que el gusto solo le queda del nombre tal, pues no hay persona que cuando lo come no lo tenga por sazonada carne. Susténtase este pescado solo de yerba que pace, como si fuera buey verdadero… de donde cobra su carne tan buen gusto». Posteriormente se conoció en América con el nombre de vaca marina, pues al igual que muchos de los cocodrilos del Magdalena, podía habitar indistintamente en aguas dulces y saladas.

Algo más huidizas que estos dos extraños animales fueron para los ibéricos las tortugas que aparecían en las playas de este pródigo río. «Son estas tortugas tan grandes y mayores, menos que las de mar, que rodelas de buen tamaño. Es su carne como de vaca tierna y tienen las hembras de ordinario más de 200 huevos cada una como los pone una gallina, aunque más duros de digestión…».

Un ser misterioso y desconcertante para ellos fue el oso perezoso, llamado el… «perico ligero pues es el animal más torpe que se puede ver en el mundo y tan pesadísimo y tan espacioso en su movimiento, que para andar el espacio que tomarían cincuenta pasos, ha de menester un día entero. Los primeros cristianos, así como toparon con él le pusieron el nombre al revés, pues siendo despaciosísimo, le llamaron ligero» […] Este es una animal de los extraños, será tan luengo como dos palmos cuando ha de crecer y muy poco más de esta mesura, tienen cuatro pies y delgados y en cada mano y pie cuatro uñas largas como un ave y juntas. Trae la barriga casi arrastrando por la tierra y al cabo del cuello tiene una cara redonda, semejante mucho a la de una lechuza. Su voz es muy diferente a la de todos los animales del mundo, porque de noche solamente suena cantando seis puntos siempre bajando así que el más alto es el primero como quien dijese la, sol, fa, mi, re, ut y así dice ah, ah, ah, ah y de poco intervalo para cantar o tonar lo mismo. Se sube a la cumbre de las más altas ramas de estos árboles al lado del río que llaman de yarumo y se está en este ocho o diez días y veinte días y no se puede ver ni entender lo que come, pues se debe mantener de aire y de esta opinión hallé muchos en aquella tierra. No muerde, ni es ponzoñoso».

LA CONQUISTA DEL TERRITORIO

Una vez lograda la penetración fluvial hasta lo más profundo del territorio y conocedores de la enemistad de los nativos, especialmente de los indomables Karib que poblaban estos valles, los recorridos se hicieron algo retirados de la orilla donde los yacarés o cocodrilos estaban al acecho y de lo profundo del monte, porque allí la maraña y lo agreste del terreno se conjugaban con las emboscadas de los aborígenes. Estos pueblos que se caracterizaban por pertenecer a una familia extensa que vivía dentro de bohíos y malocas de gran tamaño, dispersos en la selva, se camuflaban en la espesura de la selva, generalmente en cerros y lomas desde donde podían divisar todo cuanto ocurría en el río.

La conquista del Magdalena fue la conquista del país. Sin embargo, esta no fue tarea fácil, pues en algunas zonas del territorio las comunidades Karib nunca fueron sometidas y a diferencia de las demás etnias y culturas de Colombia, ofrecieron una feroz resistencia, que sólo el paso del tiempo y la inercia misma del sincretismo racial lograron apaciguar.

Estas dos culturas, la de los españoles y la de los indígenas eran diferentes y solo en la medida en que se realizaba el mestizaje, se convirtieron en una sola. Los europeos trajeron la gripe, el tifo, la lepra y la viruela, mientras que los nativos sufrían de fiebre amarilla y leishmaniasis; los extranjeros curaban con sanguijuelas y rezos de camándula y los indios con chicha y tabaco. Unos traían el pan de trigo, los otros el cazabe de yuca y la arepa de maíz. Ninguna fue mejor que la otra, sólo diferente. De la convivencia entre lo nativo tribal y lo europeo surgió la nueva tierra. Nuestro país se llamó la Nueva Granada y el Nuevo Mundo, América, en homenaje a quien comprendió que estas tierras no eran las Indias Occidentales, sino un enorme continente cuyos habitantes con sus costumbres, la riqueza de sus imperios —azteca e inca— y sus señoríos —tayrona y muiska—, su cultura y sus tradiciones, daría el impulso definitivo al desarrollo de las naciones europeas y transformaría la visión del mundo.

El río dejó de llamarse de Huancayo, Yuma, Caripuña o Karacalí; su nombre cambió por el de Río Grande de La Magdalena y con el tiempo lo fueron abandonando los caimanes, los manatíes, los perezosos y las tortugas que daban contenido y vida a la arteria fluvial
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